martes, 29 de diciembre de 2015

Allen Ginsberg que cantaba estos versos naturalmente materiales, su Oda Plutoniana a sus 54 años.



Allen Ginsberg de 54 años.


TAREAS DOMÉSTICAS*

Homenaje a Kenneth Koch

Si estuviera haciendo mi colada lavaría mi sucio Irán
Echaría dentro también mis Estados Unidos, y añadiría el jabón Marfil, frotaría 
Africa, devolvería todas las aves y elefantes a la selva,
Lavaría el río Amazonas y limpiaría el petróleo del Caribe & Golfo de Méjico,
Arrancaría el smog del Polo Norte, pasaría el trapo a todos los oleoductos de 
Alaska,
Frota que frota y frota los Rocky Flats y Los Alamos, arrastraría ese rutilante
cesio del Canal del Amor
Enjuagaría la lluvia de ácido sobre el Partenón & la Esfinge, Decantaría el

cieno de la cuenca del Mediterráneo & le devolvería su color azul,
Pondría algo de añil en el cielo sobre el Rhin, pasando por lejía las pequeñas
nubes para que la nieve volviera a ser blanca como la nieve,
Limpiaría el Hudson, Támesis & Neckar, Quitaría la Espuma del lago Erie
Después esparciría la enorme Asia en un gigantesco montón & la limpiaría de
sangre & de Agente Naranja
Arrojaría enteras Rusia y China al escurridor, estrujaría el blanco grisáceo del
estado policial Centroamericano de los Estados Unidos,
pondría al planeta en la secadora & le dejaría estar 20 minutos o un Eón hasta
que saliera limpio.
26 abril 1980



AL MODO DE WHITMAN & REZNIKOFF

1
Qué alivio

Si un camión de Broadway me rompiera la mano derecha 
Qué alivio no escribir cartas al Nation 
impugnando tiranos, chismorreos bélicos, FBI 
Mis poemas criarán polvo en las bibliotecas de Kansas, 
granjeros adolescentes abriendo sus cubiertas con manos enrojecidas

2
Bajo East Side

Esa mujer de cara redonda, que es la dueña de la calle con sus tres grandes
perros,
me chilla, andando con su bolsón a través de la Avenida B 
Aferrando mi entrepierna, ¿«Por qué no me habla»? 
desnudando sus dientes en una sonrisa, voz fuerte como la bocina de un taxi,
«Gran Pelmazo... ¿te crees que eres famoso?» - me recuerda a mi madre.
 
3
Yo estaba en la Universidad a los Diecinueve años

Mi tía favorita Elanor siempre tuvo reuma al corazón,no la había visto en tres meses
Ahora yacía en la cama de un hospital, su delgada cara azul sobre una
almohadatubos envueltos en celofán salían de su brazo
«Mi sobrino Allen... ¿Es que voy a morir?»
Me quedé mirándola. «¡Yo yo-yo-yo no lo sé!»
29 abril 1980



ODA AL FRACASO

Muchos profetas han fracasado, sus voces acalladas
gritos fantasmales en sótanos nadie escuchó risas polvorientas en áticos
familiares
ni los vio sobre bancos del parque sollozando de alivio bajo el cielo vacío
Walt Whitman vitoreó a los perdedores locales -¡Valor a las Damas Gordas 
del Show de Monstruos! prisioneros nerviosos cuyos labios orlados de bigote goteaban sudor en las filas de la comida-
Mayakowsky gritó, ¡Entonces muere! ¡verso mío, muere como los trabajadores 
de a pie fusilados en Petersburgo!
Próspero quemó sus libros de Poder & arrojó su vara 
mágica al fondo de mares de dragones
¡Alejandro el Grande fracasó en su intento de encontrar más mundos que
conquistar!
Oh Fracaso yo canto tu aterrador nombre, ¡acéptame soy tu 
Profeta de 54 años de edad
haciendo la épica del Eterno Fallo! ¡Me uno a tu Panteón de bardos mortales, 
& apresuro esta oda con alta tensión sanguínea
que se abalanza contra mi coronilla como si yo no pudiera durar 
un minuto más, como el Galo Agonizante! ¡a 
T¡, Señor del ciego Monet, el sordo Beethoven, la mutilada 
Venus de Milo, la decapitada Victoria de Samotracia!
Fracasé en mi intento de dormir con todos los muchachos barbudos de
rosadas mejillas me masturbé sobre
mis peroratas no destruí jamás ninguna Agrupación Intelectual de la KGB & CIA 
con jersey de cuello alto & calzoncillos, sus trajes de lana & tweeds
Jamás disolví el Plutonio ni desmantelé la Bomba nuclear 
antes de que mi cráneo perdiera el cabello
Aún no he detenido los Ejércitos de toda la Humanidad en 
su marcha hacia la III Guerra Mundial
Jamás llegué al Cielo, Nirvana, X, comoquiera que se llame, jamás 
salí de la Tierra.
Jamás aprendí a morir.

7 marzo-10 octubre 1980
Descripción: http://www.contranatura.org/imag/senyas/trans.gif
* De Oda plutónica.




miércoles, 23 de diciembre de 2015

Luis Cernuda, opacado por Federico G.Lorca. Colaboración de lector del maestro español.




Luis Cernuda


He venido para ver semblantes
Amables como viejas escobas,
He venido para ver las sombras
Que desde lejos me sonríen.

He venido para ver los muros
En el suelo o en pie indistintamente,
He venido para ver las cosas,
Las cosas soñolientas por aquí.

He venido para ver los mares
Dormidos en cestillo italiano,
He venido para ver las puertas,
El trabajo, los tejados, las virtudes
De color amarillo ya caduco.

He venido para ver la muerte
Y su graciosa red de cazar mariposas,
He venido para esperarte
Con los brazos un tanto en el aire,
He venido no sé por qué;
Un día abrí los ojos: he venido.

Por ello quiero saludar sin insistencia
A tantas cosas más que amables:
Los amigos de color celeste,
Los días de color variable,
La libertad del color de mis ojos;

Los niñitos de seda tan clara,
Los entierros aburridos como piedras,
La seguridad, ese insecto
Que anida en los volantes de la luz.

Adiós, dulces amantes invisibles,
Siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.





https://youtu.be/k1pcP2MBd1Q


*

martes, 15 de diciembre de 2015

Gerardo Deniz, 1934 - 2014. A un año de su muerte, recordamos al gran poeta mexicano que nació en España.









Patria por Gerardo Deniz*


Mil olvi­dos y dos recuer­dos me bas­tan para armarla.
El olvido se per­dona, pues cumplía entonces yo dos años:
hablo del churro de mi desayuno tempranero.
Los recuer­dos tienen menos de veinte años.
Unos son los cam­pos junto a Soria,
secos, entris­te­ci­dos al filo de noviembre,
que recorrí con mi amigo al atardecer,
mien­tras den­tro de mi crá­neo resonaban,
inex­plic­a­ble­mente,
los lar­gos arpe­gia­dos del coral de César Franck.
Y al fin, un mes después,
cuando, en el jirón restante
de la calle del Caballero de Gracia,
entré a la tienda aque­lla para que cuidasen de mis fotografías,
y tras el mostrador surgió una muchacha seria
y me miró
y por unos segun­dos sentí deshac­erse, disolverse,
mi pecu­liar y gen­uino sobretodo helveticomexica
y fui un viejo las­civo judío o morisco
requiriendo de amores en silencio
a una don­cella cris­tiana de her­mo­sura casi inimag­in­able. 

Y amargo como Pafnucio:
—¿Por qué das tal poder a una creatura?

Escribo esto a mediodía (hora de otoño), a midi, 
ses fauves, ses famines,
y mi graznido de pigargo al arro­jarme al espa­cio postrero, mi Weltinnenraum,
pase­ando, inex­plic­a­ble­mente nervioso, por los pasil­los hue­cos del aerop­uerto de Barajas,
viendo des­fi­lar anun­cios y avi­sos de aerolíneas nunca vistas
que van —pero de veras— a todos mis mundillos,
a Kuwait, a Helsinki, a Ánkara y Angkor, a Sid­ney, 
vía Djakarta.
Era tam­bién el mediodía (hora de Greenwich)
y cuando por fin me arrel­lané en mi asiento en el avión
son­aba, quedo, música de Debussy
para des­pedirme de mi Eura­sia (un mes atrás, cuando llegué,
la música de fondo era, muy propi­a­mente, de Granados).
Ahora, a luchar con el sol, para lle­gar a Méx­ico a 
las 11 p.m.,
por­ta­dor de unos tur­rones de avellana
y de un fardo invis­i­ble de recuer­dos que añadir a 
un mon­tón ya desmesurado.


Soy un bor­botón de magma super­fluo, bro­tada en 
la super­fi­cie terrestre.
Los bomberos, lla­ma­dos con urgen­cia, aseguraron
que jamás habría peli­gro, que sen­cil­la­mente fuera siendo cubierto el adefesio
con pla­cas de amianto. Mamá tomó fiel nota
y, pasado el puer­pe­rio, dis­eñó diver­sas pla­cas de amianto
y encargó que man­u­fac­turasen doscientas,
mien­tras mi padre se encogía de hom­bros y predecía
que todo aque­llo no serviría para nada.
Tenía razón, pues, todavía hoy,
las pla­cas recor­tadas en amianto, a ima­gen y seme­janza de mamá
no embo­nan ni a golpes, las jun­turas se niegan
y el magma inagotable rezuma y escurre sin reposo;
para colmo, se caen más y más placas
y se quiebran, las tiran o las roban.
De ahí la sin­gu­lar­i­dad inútil de mi exis­ten­cia, si 
es que fuera tal.

Retro­cedamos. Rep­tando —vaga anímula—,
me lle­varon a cono­cer el mar a Santander.
Tan grande fue mi emo­ción, que eché a andar.
Por ese mar, supe pronto, se va a América, 
donde 
no ten­emos nada que hacer.
(Algo anál­ogo repetí en 1962,
cuando, como un Bal­boa cualquiera,
tomé pos­esión del Océano Pací­fico en mi pro­pio nombre
—y es sabido que por él se llega hasta Borneo.)
Pero, de momento, mi des­tino man­i­fiesto fue el lago Léman,
en cuyas aguas me metí y cuyas seiches conocí 
en —relativamente—
felices años.

Cuando regresé un rato a la penín­sula, en el 92,
la Con­fed­eración Helvética envió a saludarme
un automóvil con placa y escudo y todo
de la República y Can­tón de Ginebra
que vi pasar, dis­creto y efi­caz por una car­retera navarra.
Pero días atrás ya había res­pi­rado todo el aire 
de Fran­cia en Roncesvalles
y a su zaga, para mí, el de Europa entera,
el aire de mi Helve­cia y de Croacia,
de mi Escan­dia, mi Mun­ster, mi puszta, mi Cir­ca­sia 
y mi Carelia.


Acantilado en Formentor, de Herme Anglada.

Poco después volvía a Fran­cia labortana,
durante un par de horas, la mitad de las cuales 
en Ciboure,
donde no se vio a nadie pero los ojos se me ane­garon al cruzar
hacia una casa sim­ple, del XVII, con una mod­esta indicación:
Dans cette mai­son est né Mau­rice Ravel”.

Pronto cruzamos al revés la fron­tera, hacia el Baztán,
donde vi a las bru­jas y bru­jos en las cuevas de Zugar­ra­murdi y cruzó la car­retera un enorme gato negro,
descen­di­ente rec­tilí­neo de los que en otros tiempos
enno­blecían los aque­lar­res con su belleza impar.
Qué quieren que haga yo, si uno de mis zarcillos
se enrosca —ya hacía mucho entonces—
en aque­lla Vas­co­nia que conocí tan poco,
pues no vi ni las cade­nas arrebatadas al miramamolín,
que cuel­gan en la cat­e­dral de Pamplona,
donde no pude entrar porque la esta­ban reparando.

Mediter­rá­neo. —Donde, según el anar­quista Elysée Reclus,
el alma se des­pereza en uno de los cli­mas más tonif­i­cantes del globo (apud. J. Verne).
(Ah, no se me olvide, mide un titipuchal de mir­iámet­ros cuadrados.)
Acaso me aso­maría a él teniendo menos de un año; qué importa,
pero en el año de semi­m­i­le­nario colom­bino, lo conocí en Cambrils
mien­tras unos bar­quichue­los volvían de pescar sardinas,
pese a no haber alcan­zado el Egeo ni, por ende, el Eux­ino argonáutico
donde el Cáu­caso se refleja, ácido y 
gra­mat­i­cal­mente enrevesado.


Gerardo Deniz en su laboratorio de Quimica.

Luego, desde Barcelona, el Mediter­rá­neo noc­turno que contemplé
fue sólo un poco de agua som­bría y chapoteante.

Mi único viaje a París
fue —¡casi nada!— cuando estaba a punto
de cumplir cua­tro años.
Todo era inmenso (o acaso era yo chico):
el fuego del sol­dado descono­cido y el arco del triunfo,
las escaleras inter­minables de Montmartre,
y desde el primer piso de la Eiffel
un barco dimin­uto por el Sena.
Cua­tro años más tarde me pasearon tris­te­mente 
por la Can­nebière desierta,
Meurent les boches”, gara­bateado con gis en un muro. Y las sirenas.
En el puerto un sub­marino pre­histórico, larguísimo, no lejos del barco donde par­tiríamos mañana.
—Aman­des ou sor­bet? —pre­gunt­aba un camarero irreprochable
(almen­dras rel­lenas de polvo o bolanieve como las que nos lanzábamos los esco­lares en Ginebra).

La trav­esía mediter­ránea se dio mal,
me mareé, pero al atardecer
del otro día se oyó gri­tar —¡África, África!
y se vio acer­carse una her­mosa orilla argelina verde y cálida.

Van Dyke, autorretrato con girasol.

De Orán a Casablanca hubo dos tan­das sucesivas,
curiosa la primera, mirando andenes con mujeres moras
como fan­tas­mas de mediodía
(pero al recom­pon­erse la blanca envoltura
una de ellas dejó ver, un solo instante,
una larga falda verde lechuga alegre),
y el tren se fue ati­bor­rando de facinerosos.
Me dormí entre los bra­zos de mi madre
y soñé con la línea de mi lago,
el huerto, los cone­jos, mi gata Feli­ciana y acaso 
el tango “Celos”
en los cafés al aire libre.
Al des­per­tar mi padre nochempié me informó —con orgullo, supongo, por tener un vástago tierno y geográfico—
que habíamos pasado por Fez de madrugada.
Fez, donde no muchos años antes
lle­varon de vaca­ciones a Ravel, ya fulminado,
y el direc­tor del insti­tuto de estu­dios islámicos,
cer­e­mo­ni­oso y per­ifrás­tico le sugirió, cortés,
com­poner alguna obra de ambi­ente árabe,
y le fue respon­dido difi­cul­tosa­mente —ataxia, apraxia, agrafia, alalia…—
Si escri­biese algo árabe, sería más árabe que todo esto”.
Lo dijo Ravel cubierto de gatos —“saben cuánto los quiero”—,
en tanto que a mí me habrían de lla­mar, en dos o tres edi­to­ri­ales, aprovechando un título del odioso Drieu,
L’homme cou­vert de femmes
porque dieciséis sec­re­tarias cada mañana
pasa­ban a verme y por mi bendición,
mer­mando mi forzada labor en pro de la marxismo-leninismo-castrolatría,
en tanto que otras muchas, en gen­eral más feas, apreta­ban el paso al cruzarse conmigo.



Gerardo Deniz.


Y es fácil enten­der tan opues­tas reacciones
ante un señor nada mal y algo desconcertante
que pasa, anima sdeg­nosa, salu­dando apenas,
escucha pero nunca aconseja,
con­ste­lado de pres­ti­gios tan indis­cutibles como insondables,
que cuando le pre­gun­tan evoca con aplomo la costa soleada de su natal Turquía
—si bien otros dicen saber de buena fuente que es español aunque no se le note,
así como tam­bién con­sta que tim­o­nea una pequeña familia común y corriente.
¿Qué hacer ante él sino platicar un rato y, si no, persig­narse y escapar velozmente?
En su oficinita sobre­sale de la pared un pilar de cemento
que luce en rojo un mon­tón de para­le­las: son las estaturas
de algu­nas vis­i­tantes diarias y el cien­tí­fico lo explica en detalle a quien soporta oírlo.
Sen­tada al pie de esta escala, una asidua le espetó estas mem­o­rables palabras:
—Te envuelve un mis­te­rio que jamás podrás imaginarte.
—Ah, caray. Yo nada más me creí un vis­i­ta­dor de calei­do­sco­pios competente,
avezado en los ritos y pirue­tas concomitantes.

En el aerop­uerto de México
la luz verde me salvó de tener que abrir mi saco de viaje,
ati­bor­rado de tur­rones y libros vascos
que hoy por hoy ya me han robado.
Recibido por cua­tro de familia,
advertí un pelotón de mujeres, toda la lira,
acom­pañado por un quin­teto de ancianos
que, con salte­rio y todo, empezó a tocar valses nacionales viejos.
Las reconocí a todas y del grupo se alzó un mur­mullo de frases evocadoras:
(en primera fila una niña bonita sólo se agitaba,
con un chupón out­sized entre los labios.)
Tienes mucho que dar pero no lo sabes ofre­cer; Eres un apa­sion­ado y eso no tiene objeto; Eres el colmo de los col­mos del amor, sin ser nada empalagoso; Sí, Joan, mucho, mucho… mucho, mucho; Eres un cabrón tierno; ¿Así lo hacen de bien en esas tier­ras adonde vives?
El acento de esta última pregunta
me sor­prendió y busqué con la vista a su autora. Inquirí:
—Y tú, ¿en qué vuelo has venido? Anteanoche nos des­ped­i­mos para siem­pre en Madrid.
—A lo mejor tengo una capa del super­mán. Pero no te alarmes, que esta misma noche tengo que volver.
Cierta nativa audaz se adelantó:
—¿Sabes cómo se llama este vals viejo?
—Sí. “Algo se pesca” (recordé Cam­brils), y cuando oigo ese título me acuerdo de ti.
—Desagrade­cido.
Saludé al grupo con una ele­gante incli­nación de cabeza y una son­risa casi imperceptible.
Media hora más tarde comía yo en familia los tacos vari­a­dos de la medi­anoche al sur de la ciudad.
Con­taba yo y con­taba, y sin dejar de bromear sentí que todo aque­llo se trans­formaba en Aca­pulco treinta años atrás, o mejor sólo veinte. Nel mezzo
—porque acababa de escuchar el mejor elogio
en labios de la que me llevó a ver un Aca­pulco imposi­ble­mente azul.

¿Hasta dónde se va por este mar, decíamos?
Hasta Bor­neo —y es un caer de ánge­les la hora.
Entonces dos ánge­les vieron que las hijas de los hom­bres eran bellas
y las amaron: lo hondo del beso en cruz está en el centro,
Il pleut —c’est mer­veilleux. Je t’aime.
Nous res­terons à la maison:
Rien ne nous plaît plus que nous-mêmes
Par ce temps d’arrière-saison [Carco]
(Salta­ban cha­pu­lines tes­taru­dos con­tra el vidrio.)

Escribí por ahí que mi infan­cia no fue feliz, pero sí interesante.
Ahora entiendo que así fue toda mi vida.
 Texto apare­cido en la edi­ción 156 de la revista Crítica.

 Gerardo Deniz con Octavio Paz.

GER­ARDO DENIZ

Poeta mex­i­cano, su nom­bre ver­dadero es Juan Almela, a quien a veces ded­ica poe­mas. Nacido en Madrid, en 1942 emi­gró a Méx­ico como resul­tado de la Guerra Civil española. Estudió Química y es tra­duc­tor del sán­scrito y del ruso, entre otras lenguas. La eru­di­ción es parte fun­da­men­tal de sus poe­mas, con­struc­ciones ásperas, iróni­cas y cor­ro­si­va­mente orig­i­nales en las que hace uso de los más diver­sos conocimien­tos para describir situa­ciones cotid­i­anas de una forma a primera vista descon­cer­tante. De esa man­era logra recu­perar, en novedad paradójica y con aparente aridez poética, emo­ciones sim­ples, como la ter­nura o el ren­cor. Coin­cide con Gabriel Zaid y Eduardo Lizalde en haber intro­ducido en la poesía mex­i­cana un tono anti­solemne. Pub­licó su primer libro, Adrede, en 1970 y Gatu­pe­rio, en 1978. En 1986 apare­ció Enroque y desde entonces el ritmo de su pro­duc­ción se ha vuelto más con­stante. Desta­can sus obras: Picos par­dos (1987), Mansalva (1987), Grosso modo (1988), Mun­dos nuevos (1991), Amor y Oxi­dente (1991) y Ale­bri­jes (1992). Muere el 20 de diciembre del 2014, en la ciudad de México.

*Tomado del blog Critica.