viernes, 26 de junio de 2009

Texto de presentación del libro "La risa de Demóstenes, rara, II", en la U. De. Medellín.


La poesía de Gabriel Jaime Caro, una aproximación.
Por Carlos Enrique Ortiz


Intentar un acercamiento conceptual a la poesía de Gabriel Jaime Caro no es tarea fácil precisamente porque esta poesía es, en sí misma, una superación de todo horizonte conceptual. De ahí que diversos acercamientos han resultado sumamente limitados y otros intentos han terminado más bien en alejamientos que en una provocación de cercanía.
Así, por ejemplo, no clarifica la esencia de esta poesía el verla como una incitación de la risa, como un elegante ejercicio de buen humor patafísico, porque Caro no es un escritor humorístico que se proponga de antemano y mediante cierta genialidad el hacernos reír, sonreír o divertirnos con sus poemas; la risa no es un resultado ni un rendimiento de su poesía que este poeta se imponga de antemano, no es tampoco un presupuesto y más bien diría que es un hallazgo aleatorio que se da para el buen lector, no por la intención previa de quien escribe sino por la naturaleza de estos poemas tan singulares que diluyen nuestro mundo habitual y conocido y nos abocan a lo asombroso, lo inesperado, lo imposible y lo desconocido, volviéndonos victimas de lo que no sabemos, de forma tal que no nos queda sino la risa como respuesta coherente ante lo desconocido.
Tampoco puede asumirse a Gabriel Jaime Caro como un escritor dadaísta, porque no pretende utilizar la ironía, el azar, la intuición o el irracionalismo para elaborar una obra que se contraponga abiertamente a la cultura y al arte tradicionales de nuestro medio, entre otras cosas porque Caro no se propone nada con su poesía y porque es consciente de que el irracionalismo intencional, aun en el arte, no es más que una trampa que la razón se pone a sí misma y para no caer en ella; una máscara que no enmascara, un artilugio que no engaña ya a nadie.
Por otra parte no se trata de un poeta surrealista, un representante más del fatigoso surrealismo maicero, no lo es porque Caro no pretende ni necesita liberar a la imaginación, al universo onírico o al subconsciente de los condicionamientos que la existencia servil cotidiana les impone, para que aflore entonces una interioridad verbal no discursiva que funcione como un modelo interno estéticamente expresable, al cual el automatismo psíquico, las asociaciones libres, la exaltación sensorial o los estados alterados de consciencia puedan hacer visible y prevalente. No es así porque aunque a Caro le es caro el surrealismo, en él ni l a imaginación, ni el universo onírico, ni la intuición, ni la fantasía ni el subconsciente están sometidos a los condicionamientos cotidianos del hombre común: lo suyo es una condición psíquica especial que no necesita de parafernalia alguna ni del estímulo artificial para desatar lo que no está atado.
Tampoco ocurre que esta poesía se haga comprensible al inscribirla, sin más, en un estilo como el neobarroco, porque no se caracteriza por una teatralidad afectada, ni por extremar una cierta retórica para conmover al lector mediante el exceso de la metonimia, o el abuso de la comparación imposible que hace estallar la metáfora. No hay en Caro una predilección deliberada por lo grandioso, lo aparatoso o por la abundancia decorativa del poema; no se trata de una pirotecnia verbal ni de una búsqueda intencional de la paronomasia, el asíndeton o del cuidado de la forma abigarrada.
Caro no es neobarroco, pese a su propia opinión, porque su escritura está, por esencia, más allá del cultivo de un estilo que como éste es un cuidado de la forma en el abuso de la forma. Por el contrario esta poesía es una superación de la forma, se da como una indeterminación exterior de la materia verbal, es el triunfo del Apeiron de Anaximandro del que todo proviene y al que todo regresa tras pagar la culpa y según la justicia del tiempo. La poesía de Caro es como su propio cuerpo; una negación de la forma, para decirlo parafraseando a André Bretón: no es el pez soluble, es la solubilidad.
¿Cómo acercarnos, entonces, a esta escritura que aparece como un ejercicio pleno de libertad?
Quizá algunos momentos del pensamiento extremo de Georges Bataille puedan ayudarnos en el cometido de conocer lo irreconocible. Partiré de cuatro palabras de este filósofo francés, el más necesario de todo el siglo XX.

PRIMERA PALABRA:
“La poesía es el sacrificio cuyas víctimas son las palabras”
Esta expresión está tomada de La Experiencia Interior, de la Digresión sobre la poesía y Marcel Proust, y se refiere a la comprensión que tiene Bataille, dentro de su Economía General, del hecho poético.
Sacrificar es hacer que algo ingrese o retorne al mundo de lo sagrado y éste es el mundo de lo que tiene valor en sí mismo, el mundo de lo inmediato, de lo inmanente, de lo soberano, esto es, el mundo del ser. Opuesto a lo sagrado está lo profano; el mundo de lo profano es el de las cosas, lo útil, los fines, el interés, la ganancia, el lucro, la dominación, el proyecto, la producción, el consumo, el trabajo. Es el mundo de la naturaleza cosificada en recurso, materia prima, herramienta y alimento y del hombre cosificado en las mil formas de la pérdida de su ser soberano. En pocas palabras es nuestro mundo de hoy, el cual ha devorado completamente al mundo sagrado de antaño en el cual era posible la comunicación del hombre con el hombre y con la naturaleza, en el cual era un hecho la vida ardiente y plena en comunicación con lo divino.
La poesía es sacrificio de las palabras porque restituye el carácter sagrado y ritual del habla y del silencio: El poema es el acto y el lugar donde el habla, la palabra y el silencio dejan de ser cosas, superan cualquier utilidad manifiesta y se revelan como comunicación, plenitud, vida ardiente, inmediatez y soberanía.
Si afirmamos que lo sagrado es el ser y lo que con él comunica, podemos comprender que nuestra voluntad de fijar el ser por la palabra es una voluntad maldita, condenada al fracaso, no sólo porque el ser trasciende plenamente a la palabra, sino porque desde que nuestras palabras son cosas nosotros mismos somos la cosa de nuestras palabras.
Y esto es justamente lo que los poemas de Gabriel Jaime Caro revelan y atacan; poemas que descosifican el lenguaje, que proponen, por contraste, la intimidad recobrada con el silencio animal del que provenimos, poemas que implican la muerte ritual de las palabras. Los poemas de Caro no son, como quería Heidegger, la casa del ser, son el ser desnudo y en el descampado, o lo más próximo al ser sin demora, sin discontinuidad, sin oposición, sin sentido y sin duda.

SEGUNDA PALABRA
“El muchacho del establo puede traer el caballo, la señora de la cocina puede hacer mantequilla, pero la poesía desliza lo imposible: presenta un caballo de mantequilla” (La Experiencia Interior)
La poesía nos presenta lo imposible, lo desconocido, el no saber, nos revela que nosotros mismos hemos devenido imposibles y que somos un enigma sin solución sobre esta tierra. Si saber es siempre fijar el ser y si, como dice Bataille: “El ser es en el mundo tan incierto que puedo proyectarlo donde quiero, fuera de mi-. Fue una especie de hombre torpe que no supo resolver la intriga esencial, quien limitó el ser al yo. En efecto, el ser no está exactamente en ninguna parte y fue un juego percibirlo divino en la cumbre de la pirámide de los seres particulares. El ser es “inaprensible”, no se le “aprehende” nunca más que por error; el error no es tan sólo fácil, en este caso, es la condición del pensamiento” (Lo Sagrado)
Si la condición del pensamiento es el error de persistir en fijar el ser por la palabra, entonces la poesía de Gabriel Jaime Caro es un lúcido momento que expresa la experiencia de lo indecible, la de la no fijación del ser; es una exploración de aquello que los Griegos antiguos llamaron el A-Logos, esto es; de lo que no se puede expresar en palabras, estos poemas son la expresión verbal de la experiencia de lo no verbal. Esta poesía no fija el ser, no lo sitúa en parte alguna, por el contrario lo libera, es en sí misma un acto de desasimiento, de soltura, de liberación. El lenguaje mismo resulta así desintegrado, lo cual fuerza al pensamiento del que lee o escucha a una ruptura de la condición discursiva, a partir de la cual se suscita fácilmente el silencio y el no-saber.

TERCERA PALABRA
“Pero no hay nada bello, nada grande…que no se encuentre por suerte y que no sea raro”
(La Suerte)

La poesía de Caro es en ella misma una suerte escasa, es lo contrario al gran número, al promedio, a la mayoría, a la masa, es la excepción absoluta, lo sui generis mismo, lo otro. Por eso escapa al estado general de ruina y de miseria en que ha caído la literatura colombiana de hoy, convertida en proyecto personal de arribistas , en negocio familiar de tenderos y en farsa de todos aquellos que piensan que es mejor ser poeta a no ser nada.
La poesía de Caro no sólo no se parece más que a sí misma, sino que no busca parecerse a nada de aquí o de allá. Acepta la condición de su ser único y de no poder ser referida a nada. Sin embargo hay que decir que Gabriel Jaime es, en sí mismo y como persona y poeta, totalmente filial de todos los poetas auténticos de la historia de la literatura universal, pues entiende y realiza la condición de poeta como una condición trágica de libertad.

CUARTA PALABRA
“La vida se Juega”
Esta afirmación de Bataille en “El Aprendiz de Brujo”, me sirve ahora para deslizarme fuera de la creación poética de Caro y dirigirme hacia su experiencia vital.
La esencia de un hombre es su existencia, no lo que el piensa o sabe de sí mismo ni las definiciones que algún otro pueda construir, esta verdad existencial nos arroja, a cada uno, ante sí mismo como ante lo ineluctable.
Gabriel Jaime, puedo dar fe de ello pues me ha honrado con su amistad por más de 30 años, no ha condescendido nunca a hacer de su vida un proyecto, un negocio, un plan, una inversión, una farsa o cualquier otra forma de servidumbre visible o invisible. Le he visto vivir con una libertad desmesurada, entregado sólo a su condición de poeta y de artista, haciendo de su vida, como Nietzsche quería, una obra de arte única e inigualable. Nunca se ha dejado chantajear por el miedo al futuro, al presente, al fracaso, a la pobreza, a la vida o a la muerte.
Allí donde la mayoría actúan como castrados por el temor y la prudencia, él disfruta de “La Insoportable Levedad del Ser” y, como nadie, ha vivido sobriamente alucinado y alucinadamente sobrio.
Se ha jugado la vida en la lucidez de ser el que es, y en el mundo de la homogeneidad y la masificación ha sabido ser individual e irrepetible, por eso le sienta bien decir de sí mismo “Parezco un ovni, un ovni, un ovni, y no me importa nada”, por eso quiero terminar este breve homenaje dirigiéndole un verso de Serrat, más que oportuno en este país de odio y de asesinos, un verso que dice: “Que tus contornos te quieran, que te respete la muerte”.
Carlos Enrique Ortiz.

Medellín, V 2009

viernes, 19 de junio de 2009

Dos poemas del libro "Respiración de la casa", 2008, del poeta colombiano, Eufrasio Guzmán.


El oriente de tu luz

El oriente de tu luz
en el sabor de tu destino
borojó, tamarindo, ciruela
negra mía, canela, esparto
palabra que dice monte
selva, árbol manando
resinas que para ti enciendo
agua dulce de caña extraigo
la tengo en tu sonrisa
en tu sí, en tu no, quizás mañana.
Nos saludamos despidiéndonos
el arte supremo de la brisa
dicta el curso del encanto
astromelias sobre la mesa
no hay reproche en la espiga
reúne nuestras voces
para un silencio acordado
febril algarabía, mercado
¿Dónde compro un pez de plata?
¿Dónde encuentro un ojo de agua?

@

Viajando en lila

¿Podemos viajar entre colores?
¿Sabrás oír a los sinsontes?
¿Oiremos el mar si está tan lejos?
¿Reconoceremos al peregrino que nos
salva?

Sólo sé que te veré el último día
si no estás, en el último aliento
te hablaré
te despediré
sin abandonar tu carne.

Eufrasio Guzmán

martes, 16 de junio de 2009

Prólogo al libro LA RISA DE DEMÓSTENES, RARA, II, de Gabriel Jaime Caro (Gajaka)

Prólogo a “La risa de Demóstenes, rara, II”
de Gabriel Jaime Caro (Gajaka).

UNA VELOCIDAD EXTREMADAMENTE PAULATINA

Por Eduardo Espina


La poesía es un oficio de viceversa. Hace que algo hable, pero también que el “hablador” se oiga hablando. En tanto felicidad sin desventajas, la poesía es un pensamiento librado de la necesidad de tener que pensar. Siempre esta antes. Cuando llegamos, ya esta allí. Escribo, luego pienso (y solo cuando quiero). La poesía es la posibilidad (esa consecuencia) de “ser luego”, a posteriori, incluso antes de haber dicho los hechos. Recomendaba Wittgenstein: de lo que no se sabe no debe hablarse. Y Walter Benjamin, esto: “El buen escritor no dice más de lo que piensa”. En la importancia del no decir comienza la traza del silencio. Sin embargo, la poesía depende de algo más que eso. Y sobre ese “algo más” es sobre lo que se escribe, sobre el instante de la dicción antes de que llegue a ser todo o algo totalmente, porque al lenguaje nada le resulta imposible. La poesía es hablar “donde” no sabe, “sobre” aquello que desconoce para hacerlo menos conocido. Existe fundada en un no saber perfeccionable, pues para ser completamente habla haciendo real un pensamiento que quizás no se pensó y que por eso ni siquiera de si mismo depende.

En ese plan de hacer hablar a ciertas formas de la inexistencia –el lenguaje que existe en el restante silencio- se sitúa la poesía de Gabriel Jaime Caro y este libro, genial, a contramano, La risa de Demóstenes, rara: una decisión, un estilo, una originalidad. En ella algo está sucediendo. Es la principal información que dan las palabras. Estas dejaron de ser accidentes funcionales de la dicción y de ciertos propósitos afines derivados del habla: no son indiferentes al origen que les ha tocado inaugurar. Enaltecen efectos sin causa, mediante los cuales logran que sus idiosincrasias sean accesibles a la interpretación para así dificultarla: “La tos que no me deja identificar. Las 6 y trece, y una nave espacial negra/me ataca. ¿Qué hago, la mato?/ Vellos, hojas como algas, gruñendo como un conejo. Ay qué pena!/Yogananda y mi madre me ocupan, ahora soy feliz”. Poesía de adiestramiento (el lector debe estarlo) y de adentramiento en estrategias de dicción a punto de ser determinadas por el habla, la cual desconoce objetivos mas allá de aquellos que aún no fueron planeados y, en todo caso, pautados intencionalmente a medias. El pasaje de una instancia a otra resulta el pivote para mantener la tensión a tono y darle a la realidad un orden contrario a su procedencia, de la cual, en principio, tiende a desmarcarse para dejar que la falta de decisiones decida.

Sin embargo, hay un plan implícito. El significado, la posibilidad de vislumbrar uno, ha sido expropiado, en tanto la palabra hace posible la recurrencia a una indecibilidad. Vaya paradoja: aquello que se dice, se dice para decir que no puede decirse. El plan no es gratuito, pues al librarse de las obligaciones del entendimiento esta poesía redimensiona la experiencia del aislamiento del deseo en las palabras, manteniendo a estas alejadas de toda responsabilidad aparte de la de ser vínculo consigo mismas. En su escarpada configuración, una que obliga a encontrar respuestas (sin que haya habido preguntas) en las cesuras, detenimientos clausulares, el lenguaje diversifica los datos con los que va construyendo su autobiografía, en la cual el poema deviene objeto autorreferencial irremplazable, incomparable: descentrado y excéntrico operativo de una actualidad en las afueras del significado (periferia del habla), pues allí, no mas allá, el lenguaje puede “usar todo”. Allí, justamente, en lo que es principio fundamental de la poesía, el poema excede sus limitaciones a priori, cargándose de especulaciones epistemológicas. Por este motivo, las frases emergen en pelotón para sentirse perfectas ignorando la realidad empírica, exhibiendo todos los momentos anteriores a la ilusión de sentido. Es el goce de sentirse primeras, justo en el momento principal posterior al silencio. Construyen la casa de su decir en el desequilibrio, mejor dicho –y lo dicen bien- en la entrada a un nuevo equilibrio del cual no quieren defenderse. Hacen de su astucia un plan de indefensión: “No tengo individualidades protegiéndome ante tanta dicha suelta./ Los altaneros toman el miembro viril como una guitarra con delicia./-Y claro “La película del rey”- me convierte en un crítico amoroso./Dónde el otro trata de verificar la mentira de la mantequilla en el trasero/de María Schneider,/ Jaimeeeeeee ¿yet?”

Sí, hay Jaime, los hay, en gavilla. El intercambio periférico de actos y deseos que “están diciéndose” suceden en una sintaxis de subjetividad extrema (en caso de que pueda hablarse de tal cosa pues toda subjetividad debería serlo: extrema), la cual resulta paráfrasis de su propia simultaneidad, una que no puede quedar excluida. Y como todo queda incluido, el significado, esa gran carnada de la interpretación, carece de valor excluyente. Al ser reubicado, pierde por tanto –que es mucho- protagonismo. La superposición de inclusiones invita al rápido desciframiento y al distanciamiento del centro de atención, ahí donde las frases, en vez de actuar y pensar por separado, se unen en simbiosis carente de oposiciones. Por esto mismo –en la “mismidad” de sus diferencias- el poema pierde definitivamente, o para siempre, su aura de neutralidad. Queda “desconfinado”: al margen de su confín, y borrando su reticente finalidad: “En nada de nada la otra nada... La Nada, nada más maravilloso: acertijo sólo en español”.

En esta práctica ejemplar de la disonancia, el poema construye su sucedánea espontaneidad, una información parcializada más allá del tiempo (fuera o lejos de el) que existe en el propio texto, legitimado este por la obligación de no tener que saberlo. El poema no es intermediario de datos verificables: es ritmo, sintaxis, figuración de estrategias acumulativas, acto que opaca la necesidad de recompensas racionales al oponerse a ser resuelto y quedar atrapado transitoriamente en resoluciones. Librado de planes hermenéuticos ulteriores, que convierten a la interpretación en una ficción más, la de creer que el diálogo entre las palabras ha sido entendido, el poema hace de su actividad lingüística el gran tema, uno que no tiene ninguno mas allá del suyo. Se desplaza en la superficie de su crítica organización. Por esto mismo, la atención no puede esperar respuesta de las contigüidades drásticas, sustentándose acelerado por el recurso entrópico de ciertas maneras de ordenar el discurso, para que así su aspecto de desorden resulte culminante debido a las asociaciones de sentidos que cancelan el reconocimiento: “La madre y la hija, frescas e igualiticas: por la imagen deliberadamente/ volteada, ahí estamos, sedientos”.

El sujeto lírico –un yo a punto de llegar a ser y al Ser- queda disuelto por el “otro” que quiere existir despojado del anterior. El “otro”, el lenguaje: ningún elemento estratégico del poema puede justificar los demás, anteriores o posteriores, que destacan insertos en la arbitrariedad del detalle y del pliegue, con vida propia, sugiriendo que en el dilema de la elusividad algún día pudiera sentirse completo, justificado su porvenir visionario sin depender de la obra. La trama textual de La risa de Demóstenes, rara deja en evidencia la crucial importancia de leer por dentro las asociaciones en menor escala, porque también en sus enlaces, en el espasmo de las cláusulas buscando emanciparse del resto de la obra, el ideal de lo poético resalta completo. El eco sale a la caza de la voz y en su premeditada cacería exige que la escritura anticipe a la observación. Proyecta apariencias, sitios que buscando su presencia se distancian de cuanto son y hasta de sí mismos. En ese quiebre del equilibrio lógico, despeñadero de palabras hacia un momento original sin causas, el poema establece una sintaxis sin taxonomias, desplazándose del centro a los suburbios de su conflictivo proceder como danza in ritornello, sin obligaciones para especificar o excluir dentro. Diseña un paisaje y sus epicentros con la “palabra en libertad”, tal como proponía Mallarmé antes de que la palabra la tuviera. El poema desplaza escenarios fuera de la duración hacia un estado de planeada incertidumbre, construyendo su salida del paradigma como alternativa de nonsense, de precoz autonomía sin interrupciones.

El poema no existe como lectura continua, sino en tanto gesto de un balbuceo con sobresaltos que al hacerse inevitable sospecha de su condición en proceso. Es, pues, pasaje y tránsito hacia una probabilidad en ciernes fuera del discernimiento. Y por ser artefacto que privilegia fragmentos sin estricta relación entre ellos, genera estructuras autónomas y la premisa de que el próximo sintagma encontrará validez en su condición solipsística, en su premeditada incompletitud. El poema existe a solas en aquellos intersticios donde la escritura resiste incompleta, mejor dicho –aunque el desden por “la mejor dicción” sea evidente- donde esta se establece para ser “otra cosa” pero sin depender de las cosas. La irreferencialidad no tiene dificultades en mostrarse sin dificultades y en mantenerse de tal forma, puesto que refiere a figuras –y fisuras- en estado de intencional borramiento, las cuales, a partir de esa condición, han establecido la sistematicidad de sus estrategias. Estas son guiadas por las declaraciones inobjetables del deseo, las que, aceptando las prerrogativas de un inaccesible narcisismo por el cual se escribe y al mismo tiempo se borra el rostro del referente, mantienen en cautividad al objeto anhelado, y hacen que en su incidencia desaparezca.

El plan, de conversión, es de conversación. Pero ¿con qué, o quién? Con sí mismo, consigo: “Me llamo Jaime, y debería estar chupando sangre como los vampiros, si eso es todo/lo que he tenido en resumidas cuentas en mi vida”. El paroxismo del habla, para que lo dicho parezca (porque quizás en verdad lo es) impronunciable, se cumple con su propio fin, de principio sin finalidad. La poesía recurre a frases que han seguido en su insistencia a las anteriores, haciendo su aparición siempre antes del significado. En el otro y en el yo, la pregunta es la diferencia establecida, la respuesta borrada justo cuando en la frase estaba a punto de convertirse en interrogante. Así pues, a lo largo de la sintaxis en acción el silencio de las preguntas se hace incomparable, como si no pudiera saberse –porque mejor no- adonde pertenecen los sentimientos que han estado y que aún se saben impronunciables, y que por eso mismo deben decirse. Sentimientos que han venido a encontrarse con los demás y ser en estos la otredad distraída por sus borrosos datos. Solo la incertidumbre sabe lo que está pasando en el lenguaje: “La morbosidad de las estalactitas, la seca y la meca de mis hermanos nómadas./ Ay que risa Jaime, Jaime repito el hermético barroco”.

Las consecuencias del poema –un horizonte vertical– serán pues de acomodamiento a la fragmentación de la figura deseada, sin que la sintaxis tenga que explicarse, para que, si la imposibilidad regresa conquistada por uno de los sitios visitados de la dicción que no se sabe bien cual puede ser. Todo (no en vano) existe como imagen que imagina lo más posible que no siempre es lo más probable. La imagen mira para sentirse en el reconocimiento como reemplazo de la memoria, estado de si y de psiquis, plan de un espacio solo a medias, porque este al conquistarse queda eros(ionado). Al inaugurar la frase próxima, la escritura borra para no repetir y para que así el espacio entre “decir” y “ya fue dicho” resulte inexistente. El acto de borramiento entiende su desprolijidad, la hace propósito de razones menos racionales. Propósito, pero también sitio de un estado desde donde se escribe para que las frases mencionen todas las cosas inexistentes, sobre todo las que en el lenguaje encontraron en la dicción su tránsito. Desde entonces, pero, ¿desde cuándo?

Poesía a partir del adverbio y de la voz siguiente; de lo que puede ser posible fuera de la utilidad, de la interpretación y del plan incumplido con el significado. El silencio de los bordes –donde la cesura se convierte en resolución- habla de las veces que no han sido casi todas y que ante la ausencia de algo, que no se sabe bien que es, pueden dialogar. La conversión de la conversación tiene lugar en una página, en la cual quieren validarse ciertas características que tienen que ver con todo y principalmente con aquello que incluso antes de haber estado puede decirse (sin ser descripto). Por lo tanto, otra vez, ¿conversación con qué, o quién? Sin intentarlo, es decir, sin intentar ser otra realidad que la suya, propia, el lenguaje logra que no llegue a conocerse su posición, que el objeto en tema –algo, alguien– repose intranquilo en las palabras, las cuales, buscando hacerlo reconocible, consiguen todo lo contrario. El origen no es ejemplo de un comienzo.
Establecido sobre sus consecuencias –por no saber que sabe– el poema transforma el desconocimiento en problema, en aquellas formas que no han sido oídas. Hay algo en las palabras que no parece estar oyéndose y, sin embargo, en esa dirección, el significado ausente respira. En esta poesía, el lenguaje es la forma material a disposición de la cual se duda, en trayectoria inversa a los sentidos percibidos como propios. La palabra, en la poesía de Gabriel Caro, se introduce en mecanismos inexistentes, en formas que nunca pueden ser las mismas pues eso mismo, la disimilitud, es lo que establecen –la poesía como ejercicio de una irrepetitibilidad– y si entonces sí, se las cambia, convirtiéndolas en destino que nunca es muy a menudo. Al procedimiento no le faltan estrategias y más bien estas se superponen, creando una plataforma de consecuencias intangibles, pero indivisibles, que donde están son la primera vez de todo: “¡Vaya por fin un hermético sofista terrible, hasta nos podría salir migajas de penas de mercurio!”

El poema es el acto con consecuencias del lenguaje, el sonido de ciertos aciertos, pues en ellos recae la responsabilidad de poderlo saber; saber lo que pasa o bien que no pasa nada, pero igual saberlo. De las frases salen cosas que a veces son solo cosas solas, y otras sintaxis tan bien protegida (en la poesía de Caro, como en toda poesía decisiva, el silencio vive cambiando de sitio). Las presencias preservadas, perseveradas, no tienen otra opción que carecer de nombre definitivo y presentan su registro en una infinidad de diferentes episodios que a solas dicen para cargarse de estados textuales. El uso recurrente de esta estrategia no resulta accidental ni tiene el don de la ubicuidad. De allí que la captación del sentido es móvil, dispuesta a dejarse ver únicamente cuando no está. El signo poético existe para dejar más a solas al significado, en la soledad duradera del decir, donde irrumpe sin interrupciones.

Las tácticas de extinción del sentido están afiliadas a ocasiones especiales que escapan de la accesibilidad logocéntrica. Las frases se cargan de insolencia. Nada de estrategias de linealidad y todo más bien acometido con furor de vértigo. Los vericuetos de la dicción van inaugurándose a medida que transcurren hacia un lugar donde no han estado antes, generando enlaces solipsistas, transformando su apariencia en el lugar atípico adonde llegar, pues el destino, lo mismo que el origen, es uno de tránsito: se constata el paso del principio hacia un momento después.
Dada esta apariencia de vestigio en construcción, el poema va expandiéndose y al tomar forma de secuencia intrincada llena sus fisuras, los cracks de la linealidad, con fragmentos sin subordinación. El poema alude a una imperceptible hiperrealidad donde cada paisaje es un pasaje, un acontecimiento dislocado conteniendo su propia información. La memoria del presente viene acompañada de pérdidas. Se describe una experiencia pero también los acontecimientos previos donde la realidad tiene apariencia de posterioridad acompañada del mismo propósito: no puede verse más de lo que esta presenciándose. De esta manera, la traza del lenguaje organiza una dislocación, una “arritmia cardíaca” textual (expresión de Marjorie Perloff). Un ritmo peregrino facilita la realización de lo que el tiempo de la respiración (del cual no se tiene control) vislumbra. En su continuidad, las elipsis del lenguaje transforman lo que este ha evitado con insistencia, y que diseña la poética: el paso de la ausencia a una evidencia vacía, que no puede ser definida sino como certeza pospuesta.

El poema se escribe al escucharse, imponiendo la voz de nociones diferentes haciéndose únicas, como si las mismas fueran pedazos de una conversación sin convenciones, un habla activa que discrimina entre lo que va estipulando y aquello que es real simplemente por estar ahí. El poema existe como superposición de fragmentos, de pensamientos sobre la rutina de la realidad sin que el énfasis formal tenga preferencias y pueda ser contenido en una sola idea de verdad, porque esta no puede representarse sino como acto de la representación que a sí mismo se representa: “Yo creo en otro Jaime, que es asunto de partículas atómicas que salen del bostezo de la boca, que se bifurcan al contacto con la generación imposible del nihilista ataráxico, y buscan el foco del mayor invento del último milenio, la imagen”.

Poesía en estado de imágenes, con organización de collage. Pero también pastiche y saturación extensa de voces hablando al unísono para encriptar su decir agazapado. El poema se define a partir de su actividad sin énfasis ni preferencias, cuyas rupturas separan las palabras del momento de la argumentación, justo cuando la representación del mundo se detiene y es absorbida por las incidencias metonímicas sucedáneas de una interrupción que se repite para no ser nunca la misma, por lo menos en el trayecto donde busca una forma sostenida.
El discurso se hace irrelevante a la idea de realidad, pasando a depender de su reputación conversacional. Las palabras refieren a la instancia auditiva de la cual no pueden dejar de depender. Cada non seguitur gana su centro y se sobreimpone para cancelar sus evidencias; los afectos y efectos de un mundo privado. En la difícil tarea de desempeñarse mientras se desplaza, el poema va reconstituyéndose, esto es, marcha hacia adentro para encontrar las intrigas que estuvieron antes: busca la traza sucesiva de sentidos y sentimientos que al dispersarse dejan una secuela de apariciones, las cuales, por su implícita naturaleza, resultan fantasmáticas, aclimatadas a su condición implosiva, organizada por las iniciales de un mundo al borde del deseo que preludia su imposible condición retórica: ¿cómo hablar de él sin librarlo de la obviedad? Así pues, el poema recicla su orden intencionalmente incompleto y accidental, proveniente de alguna parte: “La seudonímica historia del mundo apenas comienza, desleal al caos motorizado, buscando un superhombre empolillado, lingüista y radical del primer mundo”.

La expansión incluye pues una síntesis con preponderancias diversas, y a favor de una densidad lírica que se desvía de sus descripciones y que evita el centro para no tener que dar cuenta de sus propósitos. El poema esta en “algún lugar”, exhibido en plan de observación culminante. Esas escenas visuales en busca de estatus predisponen a una sintaxis con sus propias motivaciones y a la generación de una coherencia en la “anormalidad”, donde los registros especulan entre ser lo que todavía son o dejaron de representar, oral, epistolar y gráficamente, sin preocuparse por intentar entender aquello que están diciendo, y sin pensar, como decía el poeta ingles Tom Raworth respecto a la naturaleza del acto poético, “que la audiencia es un espejo”.

Narciso no quiere ver su rostro incompleto ni el del agua donde esta mirándose. Mira para borrarse. No en vano, la voz del poeta queda tentada a comenzar algo inicial, incluso en medio de aquello que ya esta haciendo, como buscando complacer la búsqueda de un sentido situado en dirección opuesta al lugar de donde viene. El efecto regresa para saber cual es la causa que lo motiva; se pasa del acto definitivo al principio de una certeza: el significado –lo sabe- desconoce donde está. Se equivoca para cambiar de sinónimos, para que resulte aceptable tener un significado diferente. Opta entre las tensiones que dispone: entre el indicativo y el subjuntivo; entre el todavía y aun ya; entre el júbilo alcanzado y la desazón ante el triunfo de la incompletitud.

En ese deslinde con bríos hay una puesta a punto de las opciones a ser pensadas. La advertencia en sus varias etimologías remite a registros inconcebibles (ejemplo) donde las imágenes usadas son siempre las siguientes, las que vienen luego, porque siempre queda algo sin poder responderse, un nombre fuera de la obra, un espacio abierto a otras acepciones recíprocas. Las vicisitudes de ese decir incompleto son refractarias y resultan alcanzadas por afectos y efectos, por transformaciones paulatinas fuera del mundo referente. Las imágenes impostan ideas sin conceptos de distinción: “Y no entiendo nada”.
El viaje al centro es inaccesible y por eso su conclusión llega accidentalmente. Las imágenes no toman partido por ninguna propedéutica y hacen caso omiso a las estrategias que las posibilitaron. Puesto que son la representación asimétrica del deseo, el cual tiene porvenir caleidoscópico, las imágenes se destartalan para no aceptar su función referencial en el paisaje textual o, en todo caso, reconocen que son el paisaje mismo, el objetivo a partir del cual podrán empezar a ser y dejarse pronunciar. Las imágenes valen para (por) si mismas, aunque sean dichas de otra forma por formas alternas: y al ser dichas son sacadas de arrastro de la verosimilitud.

Arrancadas de su ambición remiten a la relación intrínseca con el mundo que las responde a partir de sus elusivas preguntas; algo falta –ni está completo- sin ser ajeno, algo que no puede ser considerado propiedad más que de sus posibilidades; las imágenes de este libro, raro, oscilan entre el derecho a ser como se les antoje y la demanda de verosimilitud, meta última de su bienestar en la experiencia. Son accedidas como novedad en estado continuo, como plan que ha sido planteado para no dejar de convertirse en cumplimiento imposible.
La superficie en trance canaliza la indecibilidad haciéndola discernible. Con fisonomía de paradoja, deja marcas para entrar tras las cosas con sus propias decisiones, ante las cuales no hay explicación. La subjetividad genera un parentesco de lenguajes únicos, sobre todo al distanciarse de sus distinciones. La obra muestra esa etapa en que una identidad comienza a resultar inaccesible para provocar así el juego del desciframiento, sobre el cual las palabras ejercen su constancia: “Jaime y su creador amazónico, más bien pasado que futuro advenedizo. Lleva de aquí para allá/la imposible ruptura de la circularidad del ser (nuestra única metáfora), para finalizar”.

El poema representa aquello que se esta diciendo. Crea fisuras donde interponerse y establecer que lo irrepresentable surja originando su propio código de interpretación. El cuerpo adquiere imagen y esta interviene a la manera de somatismo simbólico buscando precisamente dejar de ser símbolo para convertirse en todo cuanto simboliza y devenir la actividad misma del deseo, esto es, metonimia. La poesía como seductora lección de desconcierto. Las imágenes protegen al desconocimiento de lo que aún se sabe aunque no quiera decirse. Un acto al borde del sortilegio. Así pues, la lírica de Gabriel Caro (Gajaka), como a partir de la próxima página podrá constatarse, privilegia el intercambio con aquello que todavía no llego a sitio, pero que ya puede decirse. Es el vaticinio perfecto de su decir, antes de que este sea del todo dicho.

Texas, 2006

jueves, 11 de junio de 2009

Dos textos de Ernesto Sábato, escritor argentino.




I
Dice Sábato: "Puede parecer un acto de horrible esnobismo que tres crisis fundamentales de mi vida se sucedieran en París, pero efectivamente así fue. La primera se produjo en el invierno de 1935, cuando yo era un muchacho de 24 años. Desee 1930 milité en la Juventud Comunista, cuando la dictadura del general Uriburu. Abandoné estudios, familia y mis comodidades burguesas. Viví con nombre supuesto en La Plata, en cuyos suburbios estaban los dos frigoríficos más grandes del país, donde se explotaba despiadadamente a toda clase de inmigrantes, que vivían amontonados en tugurios de zinc, rodeados de pantanos de aguas podridas. Repartíamos manifiestos, participábamos de la organización de huelgas. Hacia 1933 fue ya secretario de la Juventud Comunista, cuando habían empezado mis dudas sobre el estalinismo, y entonces resolvieron mandarme a las Escuelas Leninistas de Moscú, a purificarme. Si hubiese ido, no habría vuelto jamás vivo. Tenía que pasar previamente por Bruselas, por un congreso contra el fascismo y allí supe con horrendos detalles de los "procesos" de Moscú. Me escapé a París, viví un invierno muy duro en la piecita de un compañero disidente, mientras el partido me buscaba. Logré volver a la Plata, donde proseguí mi carrera en física-metemática. Cuando terminé mi dieron una bourse para trabajar en el laboratorio Curie, donde trabajé durante casi un año y, allí en París, asistí a la ruptura del átomo de uranio, que se disputaban tres laboratorios: ganó la "carrera" un alemán. Pensé que era el comienzo del Apocalipsis. Viví en una confusión horrible, mientras escribía mi primera novela y cometí la infamia de dejar que Matilde se volviera a la Argentina con nuestro primer hijo, de pocos meses, mientras yo tenía una amante rusa. La tercera crisis fue consecuencia de todo esto, y de mi vínculo con los surrealistas: Domínguez, Matta, Wifredo Lam y otros. En otro día de invierno fuimos con Domínguez, a la tarde, al Marché aux Puces y volvimos después en el Metro hasta Montparnasse, donde tenía su estudio Domínguez. En la calle, ya era de noche, en un especie de nevisca, Domínguez se detuvo y me dijo:"¿Qué te parece si esta noche nos suicidamos juntos ?" No era una broma, era muy propenso, como lo probó años después. Yo me negué, aunque también me atraía el suicidio: me salvó mi instinto, y aquí estoy, junto a la Matilde de todos los tiempos, una de esas "mujeres fuertes de la Biblia", que está muriendo, en medio del dolor más profundo de mi vida, en el final de una existencia muy compleja." (Ernesto Sábato, 24 de enero de 1995)
II
Acerca de Witold Gombrowicz
Tampoco creo arriesgado suponer que lo que Gombrowicz llama la Inmadurez no es otra cosa que el espíritu dionisíaco, la potencia oscura, que desde abajo, como fuerza inferior (en el sentido psíquico y hasta teológico del vocablo, no en el sentido ético) presiona y a menudo rompe la máscara, es decir la persona, la Forma que la convivencia y la sociedad nos obliga a adoptar (una y otra vez, porque nos es imposible sobrevivir sino mediante máscaras o formas).Y así como la Inmadurez es la vida (y por lo tanto la adolescencia, el circo, el absurdo, el romanticismo, la desmesura y lo barroco), la Forma es la Madurez, pero también la fosilización, la retórica y en definitiva la muerte; una muerte (curiosa dialéctica de la existencia) que nos es imprescindible para vivir y entendernos. Hasta el punto que el mismo dionisíaco Gombrowicz debe acceder a ello, intentando finalmente expresar su caos y su ambigüedad mediante una obra de arte; que, como toda obra de arte, en última instancia es un orden, una Forma.
Forma que al mismo tiempo que expresa a Gombrowicz, como a todo artista, también lo traiciona e intenta agotarlo; motivo por el cual el poeta o novelista necesita lanzarse a la creación de otra obra, y luego de otra y así ad infinitum; resultando de ese modo que el creador es superior a su obra misma, al menos hasta el momento de su muerte física. …
Hay, en fin, un aspecto en las ideas de Gombrowicz que lo hace particularmente útil para nosotros los argentinos. … Es que nuestro país, como Polonia, forma parte de lo que en su lenguaje podríamos llamar Territorio de la Inmadurez.

miércoles, 10 de junio de 2009

Andrés Felipe Henao, nos envia este fragmento sobre Foucault para el churrunguis Tunguis.


Fragmentos de El poder psiquiátrico. Curso en el Collège de France, que distribuye Fondo de Cultura Económica]
Por Michel Foucault

Foucault habla sobre Gaston Bachelard (en francés)

¿Cómo se presenta la instancia del poder disimétrico y no limitado que atraviesa y anima el orden universal del asilo? Aquí tenemos cómo se presenta en el texto de Fodéré, el Traité du délire, que data de 1817: “Un hermoso físico, es decir, un físico noble y varonil, es acaso una de las primeras condiciones para tener éxito en nuestra profesión; es indispensable, sobre todo, frente a los locos, para imponérseles. Cabellos castaños o encanecidos por la edad, ojos vivaces, un continente orgulloso, miembros y pecho demostrativos de fuerza y salud, rasgos destacados, una voz fuerte y expresiva: tales son las formas que, en general, surten un gran efecto sobre individuos que se creen por encima de todos los demás. El espíritu, sin duda, es el regulador del cuerpo; pero no se lo advierte de inmediato y requiere las formas exteriores para arrastrar a la multitud”.Como ven, el personaje mismo va a funcionar desde la primera mirada. Pero en esa primera mirada a partir de la cual se entabla la relación psiquiátrica, el médico es en esencia un cuerpo, más precisamente es un físico, una caracterización determinada, una morfología determinada, bien definida. Y esa presencia física, que actúa como cláusula de disimetría absoluta en el orden regular del asilo, hace que éste no sea, como dirían los psicosociólogos, una institución que funciona de acuerdo con reglas; en realidad, es un campo polarizado por una disimetría esencial del poder, que toma su forma, su figura, su inscripción física en el cuerpo mismo del médico.Pero ese poder del médico, por supuesto, no es el único que se ejerce, pues en el asilo, como en todas partes, el poder no es nunca lo que alguien tiene y tampoco lo que emana de alguien. El poder no pertenece ni a una persona ni, por lo demás, a un grupo; sólo hay poder porque hay dispersión, relevos, redes, apoyos recíprocos, diferencias de potencial, desfases, etcétera. El poder puede empezar a funcionar en ese sistema de diferencias, que será preciso analizar.En consecuencia, alrededor del médico tenemos toda una serie de relevos. En primer lugar, los vigilantes, a quien Fodéré reserva la tarea de informar sobre los enfermos, ser la mirada no armada, no erudita, una especie de canal óptico a través del cual va a funcionar la mirada erudita, es decir, la mirada objetiva del propio psiquiatra. Esa mirada de relevo, a cargo de los vigilantes, también debe recaer sobre los sirvientes, esto es, los poseedores del último eslabón de la autoridad. El vigilante, entonces, es a la vez el amo de los últimos amos y aquel cuyo discurso, la mirada, las observaciones y los informes deben permitir la constitución del saber médico. ¿Quiénes son los vigilantes? ¿Cómo deben ser?“En un vigilante de insensatos es menester buscar una contextura corporal bien proporcionada, músculos llenos de fuerza y vigor, un continente orgulloso e intrépido cuando llegue el caso, una voz cuyo tono, de ser necesario, sea fulminante; además, el vigilante debe ser de una probidad severa, de costumbres puras, de una firmeza compatible con formas suaves y persuasivas (...) y de una docilidad absoluta a las órdenes del médico.” (Fodéré, op. cit.)Para terminar paso por alto unos cuantos relevos, la última etapa está constituida por los sirvientes, que poseen un muy curioso poder. En efecto, el sirviente es el último relevo de esa red, de esa diferencia de potencial que recorre el asilo a partir del poder del médico; es, por lo tanto, el poder de abajo. Pero no está simplemente abajo por ser el último escalón de esa jerarquía; también está abajo porque debe estar debajo del enfermo. No debe ponerse tanto al servicio de los vigilantes que están por encima de él como al servicio de los propios enfermos, y en esa posición de servicio de los enfermos no deben hacer, en realidad, más que el simulacro de dicho servicio. En apariencia obedecen sus órdenes, los asisten en sus necesidades materiales, pero de tal manera que, por una parte, el comportamiento de los enfermos pueda ser observado desde atrás, desde abajo, en el nivel de las órdenes que pueden dar, en vez de ser mirados desde arriba, como lo hacen los vigilantes y los médicos.

lunes, 8 de junio de 2009

"La santa en penitencia", por María Baranda (1962), poeta mexicana.





Las bodas de las flores se dan sobre el estigma. El polen se desprende al comenzar la aurora y en un solo momento la vida se redime y entonces se retira.




La santa en penitencia grita que pueda ser de fuerza su grandeza, bailando en este reino sin escrúpulos. Teresa es soberana en su magnificencia y con su voz de pájaro en su preñez avisa: "Escribo abierta, volando al aire y con jacintos de golpe me doy cuenta que estoy viva." Y de misterios puros se tiñó su lengua, su resplandor fue aquel fecundo encuadre con sus trenzas, sus mejillas ardiendo en jeroglíficos y en éxtasis los ángeles agradecidos lamieron el temor en su flaqueza. "Señor, lo que pasó pasó, ahora muéveme hasta el gozo y con tus alas determina quién será por mí aquel letrado único de corazón ensimismado que de provecho diga en oratorio: Perra, hagamos juntos este mundo."



Con sólo dos o tres estambres revientan las flores masculinas. Ascienden desde el fondo de sí mismas, candentes y jugosas. A mano suelta se revuelcan, se crían bajo este cielo a medias entre luz y sombra. Afónicas marchitan y lentas agonizan.




Hubiera yo veloz por él el mundo recorrido en velocípedo. Habría yo cruzado hasta la época clásica en fulgor y extraordinaria sobre todo en el periodo del eclipse cuando el mundo se fundó en una Acrópolis. Habría yo ido hasta la estela inaugurada en su rigor y fundamento y visto azul aquella dulce cortesana que en cuadrángulo esculpida profusamente en su dintel lo aguarda. Habría yo estado en una ciudad de oro o de marfil en armonía trazada con piedra de caliza y un tablero mural de proporciones máximas, piramidal, arquitectónica por él, enfática y cautiva entre las rocas de cantera gigantescas. De Oriente a Occidente en velocípedo habría yo ido hasta ese territorio de aves y serpientes, por edificios y santuarios, por puertas interiores y gradas ordinarias, buscándolo geométrico, animal que embellece a las fachadas. Hubiera yo por él naturalista ido periférica en ese siglo atestiguando el Nuevo Mundo entre dos ruedas, que no al hablar sino al rodar en sus cadenas, me conducen venidera en el aliento de una epopeya que él, con todo atrevimiento, aguarda.


María Baranda

Version de Hilario Aquiles Luna (Gajaka)