martes, 16 de junio de 2009

Prólogo al libro LA RISA DE DEMÓSTENES, RARA, II, de Gabriel Jaime Caro (Gajaka)

Prólogo a “La risa de Demóstenes, rara, II”
de Gabriel Jaime Caro (Gajaka).

UNA VELOCIDAD EXTREMADAMENTE PAULATINA

Por Eduardo Espina


La poesía es un oficio de viceversa. Hace que algo hable, pero también que el “hablador” se oiga hablando. En tanto felicidad sin desventajas, la poesía es un pensamiento librado de la necesidad de tener que pensar. Siempre esta antes. Cuando llegamos, ya esta allí. Escribo, luego pienso (y solo cuando quiero). La poesía es la posibilidad (esa consecuencia) de “ser luego”, a posteriori, incluso antes de haber dicho los hechos. Recomendaba Wittgenstein: de lo que no se sabe no debe hablarse. Y Walter Benjamin, esto: “El buen escritor no dice más de lo que piensa”. En la importancia del no decir comienza la traza del silencio. Sin embargo, la poesía depende de algo más que eso. Y sobre ese “algo más” es sobre lo que se escribe, sobre el instante de la dicción antes de que llegue a ser todo o algo totalmente, porque al lenguaje nada le resulta imposible. La poesía es hablar “donde” no sabe, “sobre” aquello que desconoce para hacerlo menos conocido. Existe fundada en un no saber perfeccionable, pues para ser completamente habla haciendo real un pensamiento que quizás no se pensó y que por eso ni siquiera de si mismo depende.

En ese plan de hacer hablar a ciertas formas de la inexistencia –el lenguaje que existe en el restante silencio- se sitúa la poesía de Gabriel Jaime Caro y este libro, genial, a contramano, La risa de Demóstenes, rara: una decisión, un estilo, una originalidad. En ella algo está sucediendo. Es la principal información que dan las palabras. Estas dejaron de ser accidentes funcionales de la dicción y de ciertos propósitos afines derivados del habla: no son indiferentes al origen que les ha tocado inaugurar. Enaltecen efectos sin causa, mediante los cuales logran que sus idiosincrasias sean accesibles a la interpretación para así dificultarla: “La tos que no me deja identificar. Las 6 y trece, y una nave espacial negra/me ataca. ¿Qué hago, la mato?/ Vellos, hojas como algas, gruñendo como un conejo. Ay qué pena!/Yogananda y mi madre me ocupan, ahora soy feliz”. Poesía de adiestramiento (el lector debe estarlo) y de adentramiento en estrategias de dicción a punto de ser determinadas por el habla, la cual desconoce objetivos mas allá de aquellos que aún no fueron planeados y, en todo caso, pautados intencionalmente a medias. El pasaje de una instancia a otra resulta el pivote para mantener la tensión a tono y darle a la realidad un orden contrario a su procedencia, de la cual, en principio, tiende a desmarcarse para dejar que la falta de decisiones decida.

Sin embargo, hay un plan implícito. El significado, la posibilidad de vislumbrar uno, ha sido expropiado, en tanto la palabra hace posible la recurrencia a una indecibilidad. Vaya paradoja: aquello que se dice, se dice para decir que no puede decirse. El plan no es gratuito, pues al librarse de las obligaciones del entendimiento esta poesía redimensiona la experiencia del aislamiento del deseo en las palabras, manteniendo a estas alejadas de toda responsabilidad aparte de la de ser vínculo consigo mismas. En su escarpada configuración, una que obliga a encontrar respuestas (sin que haya habido preguntas) en las cesuras, detenimientos clausulares, el lenguaje diversifica los datos con los que va construyendo su autobiografía, en la cual el poema deviene objeto autorreferencial irremplazable, incomparable: descentrado y excéntrico operativo de una actualidad en las afueras del significado (periferia del habla), pues allí, no mas allá, el lenguaje puede “usar todo”. Allí, justamente, en lo que es principio fundamental de la poesía, el poema excede sus limitaciones a priori, cargándose de especulaciones epistemológicas. Por este motivo, las frases emergen en pelotón para sentirse perfectas ignorando la realidad empírica, exhibiendo todos los momentos anteriores a la ilusión de sentido. Es el goce de sentirse primeras, justo en el momento principal posterior al silencio. Construyen la casa de su decir en el desequilibrio, mejor dicho –y lo dicen bien- en la entrada a un nuevo equilibrio del cual no quieren defenderse. Hacen de su astucia un plan de indefensión: “No tengo individualidades protegiéndome ante tanta dicha suelta./ Los altaneros toman el miembro viril como una guitarra con delicia./-Y claro “La película del rey”- me convierte en un crítico amoroso./Dónde el otro trata de verificar la mentira de la mantequilla en el trasero/de María Schneider,/ Jaimeeeeeee ¿yet?”

Sí, hay Jaime, los hay, en gavilla. El intercambio periférico de actos y deseos que “están diciéndose” suceden en una sintaxis de subjetividad extrema (en caso de que pueda hablarse de tal cosa pues toda subjetividad debería serlo: extrema), la cual resulta paráfrasis de su propia simultaneidad, una que no puede quedar excluida. Y como todo queda incluido, el significado, esa gran carnada de la interpretación, carece de valor excluyente. Al ser reubicado, pierde por tanto –que es mucho- protagonismo. La superposición de inclusiones invita al rápido desciframiento y al distanciamiento del centro de atención, ahí donde las frases, en vez de actuar y pensar por separado, se unen en simbiosis carente de oposiciones. Por esto mismo –en la “mismidad” de sus diferencias- el poema pierde definitivamente, o para siempre, su aura de neutralidad. Queda “desconfinado”: al margen de su confín, y borrando su reticente finalidad: “En nada de nada la otra nada... La Nada, nada más maravilloso: acertijo sólo en español”.

En esta práctica ejemplar de la disonancia, el poema construye su sucedánea espontaneidad, una información parcializada más allá del tiempo (fuera o lejos de el) que existe en el propio texto, legitimado este por la obligación de no tener que saberlo. El poema no es intermediario de datos verificables: es ritmo, sintaxis, figuración de estrategias acumulativas, acto que opaca la necesidad de recompensas racionales al oponerse a ser resuelto y quedar atrapado transitoriamente en resoluciones. Librado de planes hermenéuticos ulteriores, que convierten a la interpretación en una ficción más, la de creer que el diálogo entre las palabras ha sido entendido, el poema hace de su actividad lingüística el gran tema, uno que no tiene ninguno mas allá del suyo. Se desplaza en la superficie de su crítica organización. Por esto mismo, la atención no puede esperar respuesta de las contigüidades drásticas, sustentándose acelerado por el recurso entrópico de ciertas maneras de ordenar el discurso, para que así su aspecto de desorden resulte culminante debido a las asociaciones de sentidos que cancelan el reconocimiento: “La madre y la hija, frescas e igualiticas: por la imagen deliberadamente/ volteada, ahí estamos, sedientos”.

El sujeto lírico –un yo a punto de llegar a ser y al Ser- queda disuelto por el “otro” que quiere existir despojado del anterior. El “otro”, el lenguaje: ningún elemento estratégico del poema puede justificar los demás, anteriores o posteriores, que destacan insertos en la arbitrariedad del detalle y del pliegue, con vida propia, sugiriendo que en el dilema de la elusividad algún día pudiera sentirse completo, justificado su porvenir visionario sin depender de la obra. La trama textual de La risa de Demóstenes, rara deja en evidencia la crucial importancia de leer por dentro las asociaciones en menor escala, porque también en sus enlaces, en el espasmo de las cláusulas buscando emanciparse del resto de la obra, el ideal de lo poético resalta completo. El eco sale a la caza de la voz y en su premeditada cacería exige que la escritura anticipe a la observación. Proyecta apariencias, sitios que buscando su presencia se distancian de cuanto son y hasta de sí mismos. En ese quiebre del equilibrio lógico, despeñadero de palabras hacia un momento original sin causas, el poema establece una sintaxis sin taxonomias, desplazándose del centro a los suburbios de su conflictivo proceder como danza in ritornello, sin obligaciones para especificar o excluir dentro. Diseña un paisaje y sus epicentros con la “palabra en libertad”, tal como proponía Mallarmé antes de que la palabra la tuviera. El poema desplaza escenarios fuera de la duración hacia un estado de planeada incertidumbre, construyendo su salida del paradigma como alternativa de nonsense, de precoz autonomía sin interrupciones.

El poema no existe como lectura continua, sino en tanto gesto de un balbuceo con sobresaltos que al hacerse inevitable sospecha de su condición en proceso. Es, pues, pasaje y tránsito hacia una probabilidad en ciernes fuera del discernimiento. Y por ser artefacto que privilegia fragmentos sin estricta relación entre ellos, genera estructuras autónomas y la premisa de que el próximo sintagma encontrará validez en su condición solipsística, en su premeditada incompletitud. El poema existe a solas en aquellos intersticios donde la escritura resiste incompleta, mejor dicho –aunque el desden por “la mejor dicción” sea evidente- donde esta se establece para ser “otra cosa” pero sin depender de las cosas. La irreferencialidad no tiene dificultades en mostrarse sin dificultades y en mantenerse de tal forma, puesto que refiere a figuras –y fisuras- en estado de intencional borramiento, las cuales, a partir de esa condición, han establecido la sistematicidad de sus estrategias. Estas son guiadas por las declaraciones inobjetables del deseo, las que, aceptando las prerrogativas de un inaccesible narcisismo por el cual se escribe y al mismo tiempo se borra el rostro del referente, mantienen en cautividad al objeto anhelado, y hacen que en su incidencia desaparezca.

El plan, de conversión, es de conversación. Pero ¿con qué, o quién? Con sí mismo, consigo: “Me llamo Jaime, y debería estar chupando sangre como los vampiros, si eso es todo/lo que he tenido en resumidas cuentas en mi vida”. El paroxismo del habla, para que lo dicho parezca (porque quizás en verdad lo es) impronunciable, se cumple con su propio fin, de principio sin finalidad. La poesía recurre a frases que han seguido en su insistencia a las anteriores, haciendo su aparición siempre antes del significado. En el otro y en el yo, la pregunta es la diferencia establecida, la respuesta borrada justo cuando en la frase estaba a punto de convertirse en interrogante. Así pues, a lo largo de la sintaxis en acción el silencio de las preguntas se hace incomparable, como si no pudiera saberse –porque mejor no- adonde pertenecen los sentimientos que han estado y que aún se saben impronunciables, y que por eso mismo deben decirse. Sentimientos que han venido a encontrarse con los demás y ser en estos la otredad distraída por sus borrosos datos. Solo la incertidumbre sabe lo que está pasando en el lenguaje: “La morbosidad de las estalactitas, la seca y la meca de mis hermanos nómadas./ Ay que risa Jaime, Jaime repito el hermético barroco”.

Las consecuencias del poema –un horizonte vertical– serán pues de acomodamiento a la fragmentación de la figura deseada, sin que la sintaxis tenga que explicarse, para que, si la imposibilidad regresa conquistada por uno de los sitios visitados de la dicción que no se sabe bien cual puede ser. Todo (no en vano) existe como imagen que imagina lo más posible que no siempre es lo más probable. La imagen mira para sentirse en el reconocimiento como reemplazo de la memoria, estado de si y de psiquis, plan de un espacio solo a medias, porque este al conquistarse queda eros(ionado). Al inaugurar la frase próxima, la escritura borra para no repetir y para que así el espacio entre “decir” y “ya fue dicho” resulte inexistente. El acto de borramiento entiende su desprolijidad, la hace propósito de razones menos racionales. Propósito, pero también sitio de un estado desde donde se escribe para que las frases mencionen todas las cosas inexistentes, sobre todo las que en el lenguaje encontraron en la dicción su tránsito. Desde entonces, pero, ¿desde cuándo?

Poesía a partir del adverbio y de la voz siguiente; de lo que puede ser posible fuera de la utilidad, de la interpretación y del plan incumplido con el significado. El silencio de los bordes –donde la cesura se convierte en resolución- habla de las veces que no han sido casi todas y que ante la ausencia de algo, que no se sabe bien que es, pueden dialogar. La conversión de la conversación tiene lugar en una página, en la cual quieren validarse ciertas características que tienen que ver con todo y principalmente con aquello que incluso antes de haber estado puede decirse (sin ser descripto). Por lo tanto, otra vez, ¿conversación con qué, o quién? Sin intentarlo, es decir, sin intentar ser otra realidad que la suya, propia, el lenguaje logra que no llegue a conocerse su posición, que el objeto en tema –algo, alguien– repose intranquilo en las palabras, las cuales, buscando hacerlo reconocible, consiguen todo lo contrario. El origen no es ejemplo de un comienzo.
Establecido sobre sus consecuencias –por no saber que sabe– el poema transforma el desconocimiento en problema, en aquellas formas que no han sido oídas. Hay algo en las palabras que no parece estar oyéndose y, sin embargo, en esa dirección, el significado ausente respira. En esta poesía, el lenguaje es la forma material a disposición de la cual se duda, en trayectoria inversa a los sentidos percibidos como propios. La palabra, en la poesía de Gabriel Caro, se introduce en mecanismos inexistentes, en formas que nunca pueden ser las mismas pues eso mismo, la disimilitud, es lo que establecen –la poesía como ejercicio de una irrepetitibilidad– y si entonces sí, se las cambia, convirtiéndolas en destino que nunca es muy a menudo. Al procedimiento no le faltan estrategias y más bien estas se superponen, creando una plataforma de consecuencias intangibles, pero indivisibles, que donde están son la primera vez de todo: “¡Vaya por fin un hermético sofista terrible, hasta nos podría salir migajas de penas de mercurio!”

El poema es el acto con consecuencias del lenguaje, el sonido de ciertos aciertos, pues en ellos recae la responsabilidad de poderlo saber; saber lo que pasa o bien que no pasa nada, pero igual saberlo. De las frases salen cosas que a veces son solo cosas solas, y otras sintaxis tan bien protegida (en la poesía de Caro, como en toda poesía decisiva, el silencio vive cambiando de sitio). Las presencias preservadas, perseveradas, no tienen otra opción que carecer de nombre definitivo y presentan su registro en una infinidad de diferentes episodios que a solas dicen para cargarse de estados textuales. El uso recurrente de esta estrategia no resulta accidental ni tiene el don de la ubicuidad. De allí que la captación del sentido es móvil, dispuesta a dejarse ver únicamente cuando no está. El signo poético existe para dejar más a solas al significado, en la soledad duradera del decir, donde irrumpe sin interrupciones.

Las tácticas de extinción del sentido están afiliadas a ocasiones especiales que escapan de la accesibilidad logocéntrica. Las frases se cargan de insolencia. Nada de estrategias de linealidad y todo más bien acometido con furor de vértigo. Los vericuetos de la dicción van inaugurándose a medida que transcurren hacia un lugar donde no han estado antes, generando enlaces solipsistas, transformando su apariencia en el lugar atípico adonde llegar, pues el destino, lo mismo que el origen, es uno de tránsito: se constata el paso del principio hacia un momento después.
Dada esta apariencia de vestigio en construcción, el poema va expandiéndose y al tomar forma de secuencia intrincada llena sus fisuras, los cracks de la linealidad, con fragmentos sin subordinación. El poema alude a una imperceptible hiperrealidad donde cada paisaje es un pasaje, un acontecimiento dislocado conteniendo su propia información. La memoria del presente viene acompañada de pérdidas. Se describe una experiencia pero también los acontecimientos previos donde la realidad tiene apariencia de posterioridad acompañada del mismo propósito: no puede verse más de lo que esta presenciándose. De esta manera, la traza del lenguaje organiza una dislocación, una “arritmia cardíaca” textual (expresión de Marjorie Perloff). Un ritmo peregrino facilita la realización de lo que el tiempo de la respiración (del cual no se tiene control) vislumbra. En su continuidad, las elipsis del lenguaje transforman lo que este ha evitado con insistencia, y que diseña la poética: el paso de la ausencia a una evidencia vacía, que no puede ser definida sino como certeza pospuesta.

El poema se escribe al escucharse, imponiendo la voz de nociones diferentes haciéndose únicas, como si las mismas fueran pedazos de una conversación sin convenciones, un habla activa que discrimina entre lo que va estipulando y aquello que es real simplemente por estar ahí. El poema existe como superposición de fragmentos, de pensamientos sobre la rutina de la realidad sin que el énfasis formal tenga preferencias y pueda ser contenido en una sola idea de verdad, porque esta no puede representarse sino como acto de la representación que a sí mismo se representa: “Yo creo en otro Jaime, que es asunto de partículas atómicas que salen del bostezo de la boca, que se bifurcan al contacto con la generación imposible del nihilista ataráxico, y buscan el foco del mayor invento del último milenio, la imagen”.

Poesía en estado de imágenes, con organización de collage. Pero también pastiche y saturación extensa de voces hablando al unísono para encriptar su decir agazapado. El poema se define a partir de su actividad sin énfasis ni preferencias, cuyas rupturas separan las palabras del momento de la argumentación, justo cuando la representación del mundo se detiene y es absorbida por las incidencias metonímicas sucedáneas de una interrupción que se repite para no ser nunca la misma, por lo menos en el trayecto donde busca una forma sostenida.
El discurso se hace irrelevante a la idea de realidad, pasando a depender de su reputación conversacional. Las palabras refieren a la instancia auditiva de la cual no pueden dejar de depender. Cada non seguitur gana su centro y se sobreimpone para cancelar sus evidencias; los afectos y efectos de un mundo privado. En la difícil tarea de desempeñarse mientras se desplaza, el poema va reconstituyéndose, esto es, marcha hacia adentro para encontrar las intrigas que estuvieron antes: busca la traza sucesiva de sentidos y sentimientos que al dispersarse dejan una secuela de apariciones, las cuales, por su implícita naturaleza, resultan fantasmáticas, aclimatadas a su condición implosiva, organizada por las iniciales de un mundo al borde del deseo que preludia su imposible condición retórica: ¿cómo hablar de él sin librarlo de la obviedad? Así pues, el poema recicla su orden intencionalmente incompleto y accidental, proveniente de alguna parte: “La seudonímica historia del mundo apenas comienza, desleal al caos motorizado, buscando un superhombre empolillado, lingüista y radical del primer mundo”.

La expansión incluye pues una síntesis con preponderancias diversas, y a favor de una densidad lírica que se desvía de sus descripciones y que evita el centro para no tener que dar cuenta de sus propósitos. El poema esta en “algún lugar”, exhibido en plan de observación culminante. Esas escenas visuales en busca de estatus predisponen a una sintaxis con sus propias motivaciones y a la generación de una coherencia en la “anormalidad”, donde los registros especulan entre ser lo que todavía son o dejaron de representar, oral, epistolar y gráficamente, sin preocuparse por intentar entender aquello que están diciendo, y sin pensar, como decía el poeta ingles Tom Raworth respecto a la naturaleza del acto poético, “que la audiencia es un espejo”.

Narciso no quiere ver su rostro incompleto ni el del agua donde esta mirándose. Mira para borrarse. No en vano, la voz del poeta queda tentada a comenzar algo inicial, incluso en medio de aquello que ya esta haciendo, como buscando complacer la búsqueda de un sentido situado en dirección opuesta al lugar de donde viene. El efecto regresa para saber cual es la causa que lo motiva; se pasa del acto definitivo al principio de una certeza: el significado –lo sabe- desconoce donde está. Se equivoca para cambiar de sinónimos, para que resulte aceptable tener un significado diferente. Opta entre las tensiones que dispone: entre el indicativo y el subjuntivo; entre el todavía y aun ya; entre el júbilo alcanzado y la desazón ante el triunfo de la incompletitud.

En ese deslinde con bríos hay una puesta a punto de las opciones a ser pensadas. La advertencia en sus varias etimologías remite a registros inconcebibles (ejemplo) donde las imágenes usadas son siempre las siguientes, las que vienen luego, porque siempre queda algo sin poder responderse, un nombre fuera de la obra, un espacio abierto a otras acepciones recíprocas. Las vicisitudes de ese decir incompleto son refractarias y resultan alcanzadas por afectos y efectos, por transformaciones paulatinas fuera del mundo referente. Las imágenes impostan ideas sin conceptos de distinción: “Y no entiendo nada”.
El viaje al centro es inaccesible y por eso su conclusión llega accidentalmente. Las imágenes no toman partido por ninguna propedéutica y hacen caso omiso a las estrategias que las posibilitaron. Puesto que son la representación asimétrica del deseo, el cual tiene porvenir caleidoscópico, las imágenes se destartalan para no aceptar su función referencial en el paisaje textual o, en todo caso, reconocen que son el paisaje mismo, el objetivo a partir del cual podrán empezar a ser y dejarse pronunciar. Las imágenes valen para (por) si mismas, aunque sean dichas de otra forma por formas alternas: y al ser dichas son sacadas de arrastro de la verosimilitud.

Arrancadas de su ambición remiten a la relación intrínseca con el mundo que las responde a partir de sus elusivas preguntas; algo falta –ni está completo- sin ser ajeno, algo que no puede ser considerado propiedad más que de sus posibilidades; las imágenes de este libro, raro, oscilan entre el derecho a ser como se les antoje y la demanda de verosimilitud, meta última de su bienestar en la experiencia. Son accedidas como novedad en estado continuo, como plan que ha sido planteado para no dejar de convertirse en cumplimiento imposible.
La superficie en trance canaliza la indecibilidad haciéndola discernible. Con fisonomía de paradoja, deja marcas para entrar tras las cosas con sus propias decisiones, ante las cuales no hay explicación. La subjetividad genera un parentesco de lenguajes únicos, sobre todo al distanciarse de sus distinciones. La obra muestra esa etapa en que una identidad comienza a resultar inaccesible para provocar así el juego del desciframiento, sobre el cual las palabras ejercen su constancia: “Jaime y su creador amazónico, más bien pasado que futuro advenedizo. Lleva de aquí para allá/la imposible ruptura de la circularidad del ser (nuestra única metáfora), para finalizar”.

El poema representa aquello que se esta diciendo. Crea fisuras donde interponerse y establecer que lo irrepresentable surja originando su propio código de interpretación. El cuerpo adquiere imagen y esta interviene a la manera de somatismo simbólico buscando precisamente dejar de ser símbolo para convertirse en todo cuanto simboliza y devenir la actividad misma del deseo, esto es, metonimia. La poesía como seductora lección de desconcierto. Las imágenes protegen al desconocimiento de lo que aún se sabe aunque no quiera decirse. Un acto al borde del sortilegio. Así pues, la lírica de Gabriel Caro (Gajaka), como a partir de la próxima página podrá constatarse, privilegia el intercambio con aquello que todavía no llego a sitio, pero que ya puede decirse. Es el vaticinio perfecto de su decir, antes de que este sea del todo dicho.

Texas, 2006

6 comentarios:

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  3. Vanguardia y progreso en el arte


    La palabra "vanguardia" se la vincula al progreso. Pero en el arte no lo hay (cf. Collingwood), como lo revela el auge que en el París de comienzos de siglo tuvo el arte de los negros y polinesios. En el arte hay acciones y reacciones. Corsi y ricorsi. Hay dialécticas de escuelas, ciclos, sempiterna lucha entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre bizantinismo y vitalismo entre complicación y simplificación, entre artificio y naturalidad, entre claro y oscuro, entre violencia y serenidad, entre romántico y clásico. Y no sólo hay sucesión sino contraposición de tendencias o escuelas (Quevedo y Góngora).
    Piénsese, dicho sea de paso, qué "avanzado" resultó de pronto el arte hierático de Ramsés II frente al mero naturalismo europeo. Pero esto del progreso es una manía invencible. ¿Cuál era el personaje de Proust que suponía mejor a Wagner que a Beethoven, nada más que porque vine después? Pero no estoy seguro ni del personaje (una mujer, me parece) ni de los músicos.

    Ernesto Sábato


    QUÉ ES EL LENGUAJE POÉTICO. Mairena en su clase de Retórica y Poética:
    —Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”.
    El alumno escribe lo que se le dicta.
    —Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
    El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”.
    Mairena:
    —No está mal.


    Ernesto Sábato

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  4. SÁBATO HA SIDO UNA CONCIENCIA ATORMENTADA/ AUN ASÍ HA TENIDO ALGUNOS DESTELLOS DE HUMOR/

    ABADDÓN EL EXTERMINADOR ES UNA NOVELA MUY BUENA/BASTANTE EXPERIMENTAL PARA SU ÉPOCA/ ESOS DIÁLOGOS DE CAFÉ, DONDE ÉL APARECE COMO PERSONAJE, SON MUY BUENOS.

    ESTO APARTE, ¿CÓMO VA EL IMPACTO DE LA RISA DE DEMÓSTENES? SU AUTOR DEBERÍA HACER UNA PELÍCULA A PARTIR DE ESE LIBRO.

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  5. Una cita de Octavio Paz: "En la dispersión de sus fragmentos... El poema ¿no es ese espacio vibrante sobre el cual se proyecta un puñado de signos como un ideograma que fuese un surtidor de significaciones? Espacio, proyección, ideograma: estas tres palabras aluden a una operación que consiste en desplegar un lugar, un aquí, que reciba y sostenga una escritura: fragmentos que se reagrupan y buscan constituir una figura, un núcleo de significados. Al imaginar al poema como una configuración de signos sobre un espacio animado no pienso en la página del libro: pienso en las Islas Azores vistas como un archipiélago de llamas una noche de 1938, en las tiendas negras de los nómades en los valles de Afganistán, en los hongos de los paracaídas suspendidos sobre una ciudad dormida, en un diminuto cráter de hormigas rojas en un patio urbano, en la luna que se multiplica y se anula y desaparece y reaparece sobre el pecho chorreante de la India después del monzón. Constelaciones: ideogramas. Pienso en una música nunca oída, música para los ojos, una música nunca vista".
    APARECE COMO CITA DEL LIBRO "La ópera fantasma" de Mercedes Roffé.

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  6. Excelente el prólogo de Eduardo Espina; le da al libro de La risa de Demóstenes rara una categoría como libro de poesía y de arte de valores únicos que no poseen otros poemarios. Gajaka se catapulta con este libro como uno de los mejores libros de poesia de America Latina o en habla hispana.

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