sábado, 7 de febrero de 2015

Le pedí a un Místico un trozo del Capítulo VI del "Libro de la Vida" de Angela de Foligno, y me envió primero la Historia de las santas. "Y dale calabaza".

- 2º Matilde de Hackeborn, Gertrudis de Helfta; Foligno, Hungría 

.... “me siento desbordar por la gracia de Dios!
Amor que sana, sorprende, acaricia, invita y empuja a vivir cada vez más sumergidos en la plenitud de Su amor.
...Continuemos con empeño trabajando por instaurar el Reino”...
Liliana Panzavolta 31 Augustus MMVIII Argentina

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El imperio otoniano no se quedó atrás: según su biógrafo Rutger, el arzobispo de Colonia, Bruno, hermano de Otón el Grande, ‘a menudo se sentaba entre griegos y latinos muy sabios y discutía con ellos como docto intérprete de la excelencia de la filosofía o de todas las sutilidades que proliferan en esta disciplina’.60

Bruno hizo venir a la corte imperial el célebre gramático italiano Gunzo de Novara, que trajo un centenar de libros de su biblioteca, entre los que había obras dePlatón, Aristóteles, Cicerón y Marciano Capella. En la corte de Otón pasó también una temporada en 956 un sabio español, el obispo Recemundo de Elvira, autor de un tratado de astronomía. 

Varias mujeres eruditas sabían griego: la religiosa Hrotsvitha de Gandersheim conoce y utiliza la lógica de Aristóteles, como lo atestigua su empleo del binomio ‘dynamislenergeia’, en tanto que su abadeza, Gerberga (940-1001), enseña griego en la abadía. Hacia 990, el abad Fromundo de Tegernsee (960-1006/1012) redacta en el monasterio de San Pantaleón de Colonia una gramática griega. 61


Destrucción de Bibliotecas - El 1º de Julio del año 985 la ciudad condado de Barcelona – fue atacada por el exterminador mahometano Almanzor. La ciudad fue prácticamente destruida y ocupada, quemándose los monasterios, Iglesias yriquísimas Bibliotecas amparadas por la Iglesia.
Seis meses después de ser saqueada, quemada y arrasada la ciudad, destruyeron las comarcas circundantes y no dejaron obra de arte ni lugar sagrado sin ser profanado, saqueado y quemado hasta los Libros religiosos como históricos.

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Santa Matilde de Hackeborn(Helfta, 1241-1299), monja cisterciense, mística, también conocida como Matilde de Helfta. Su fiesta se celebra el 19 de noviembre.

Matilde nació en el castillo de Helfta, Sajonia, en el seno de la noble y poderosa familia de los Hackeborn, que poseía tierras en Turingia. Nació tan débil que se la creyó muerta, pero al presentarla al sacerdote para que la bautizara, este profetizó que llegaría a ser santa y Dios obraría grandes cosas a través de ella.

Ingreso en el monasterio
En 1248, a los siete años, visitó con su madre a su hermana Gertrudis de Hackeborn (no confundir con Gertrudis de Helfta, también llamada Gertrudis la Grande), monja en el monasterio de Rodardesdorf. Atraída por el ambiente monástico, se quedó en el monasterio, ingresando como educanda. Tres años después, en 1251, Gertrudis es elegida abadesa a la edad de 19 años, gobernando la comunidad hasta 1291. En 1258, debido a la escasez de agua, las monjas se trasladaron a Helfta. Este nuevo monasterio llegaría a prosperar tanto económica como cultural y espiritualmente.

Actividad
Gertrudis formó a su hermana con vistas al cargo que le iba a confiar: maestra de la escuela de niñas, y formadora de las novicias y de las jóvenes profesas. En 1261, ejerciendo ya el cargo de maestra, recibe a su cuidado a una niña llamada Gertrudis, de 5 años de edad, que llegará a ser conocida como santa Gertrudis la Grande. Por sus dotes naturales para el canto, Matilde sería también nombrada maestra de coro. La tradición acabó llamándola “Ruiseñor de Cristo”.
Matilde desempeñó su labor silenciosamente hasta los 50 años. Desde joven tuvo experiencias místicas, pero nunca escribió nada. En 1291 murió su hermana Gertrudis de Hackeborn. Por estas fechas comenzó a enfermar y a pasar períodos en cama. La nueva abadesa Sofía de Querfurt, viendo la progresiva decadencia física de Matilde, mandó a las monjas recoger todos los datos y apuntes que hubiese de su magisterio, además de tomar nota de cuanto pública o privadamente manifestara a cualquier hermana. Encargada especial de esta labor fue Gertrudis de Helfta. Esto se hizo a escondidas de la enferma, aunque posteriormente, al ser informada, confirmaría el contenido del libro. El resultado es el Libro de la Gracia Especial.

El Libro de la Gracia Especial
El libro consta de siete partes. En las dos primeras se recogieron las experiencias místicas de Matilde en torno a las fiestas litúrgicas. La tercera y cuarta reunieron las enseñanzas referentes a la salvación del hombre y a las virtudes. La quinta parte está dedicada a las almas de los difuntos. La sexta es una breve biografía de Gertrudis de Hackeborn, hermana de Matilde. La séptima parte describe los últimos días de Matilde y su muerte.
Doctrinalmente, el libro se centra en la vida espiritual monástica: Liturgia de las Horas, Lectio Divina, Eucaristía. En el centro de todo está el Corazón de Jesús, símbolo del amor divino, encontrándose en este libro una de las referencias más antiguas de esta devoción.
Ocupa un papel importante el tema mariológico. Sostiene tres dogmas marianos: La Inmaculada Concepción de María, su maternidad divina, y la concepción virginal de Jesús. Además inauguró la devoción mariana de rezar diariamente tres Avemarías pidiendo la especial protección de María:
«Dios te salve por la omnipotencia del Padre; Dios te salve por la sabiduría del Hijo; Dios te salve por la bondad del Espíritu Santo».

Libro de la Gracia Especial, Libro I cap. XIV
Respecto a las virtudes, se desarrolla la idea de la suplencia de Cristo. Jesús suple con sus méritos y virtudes la insuficiencia del hombre para salvarse:
«Cuando me presento al Padre para alabarle y darle gracias, conviene que supla en mí y por mí de la manera más perfecta, las imperfecciones de todas las criaturas. Mi bondad no puede soportar que lo que un alma desea y por sí misma no puede alcanzar, quede sin realizarse»
Libro de la Gracia Especial, Libro I cap. XVI

Muerte
El 19 de noviembre de 1299 murió Matilde a la edad de 59 años. La fama e importancia que se le atribuyó a su discípula santa Gertrudis de Helfta (que acabó llamándose por ello la Grande) acabó por hacer sombra a Matilde, que pasó a segundo plano a partir del siglo XVI.

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“Honra al Creador, no a la criatura”. San Pio de Pietrelcina 
honrar = dar honor o celebridad. A la criatura se le debe la acción de mirar, atender o considerar.

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Santa Matilde de Hackeborn - 19 de noviembre

«Cisterciense. Una de las cuatro mujeres que hicieron de Helfta uno de los referentes ineludibles del s. XIII. En ella se aunaron gracia y lirismo que puso al servicio de Dios, y del que fue considerada ruiseñor»

Por Isabel Orellana Vilches

MADRID, 18 de noviembre de 2014 (Zenit.org) - Muy generoso debía ser el barón de Hackeborn para desprenderse de dos de sus hijas autorizándolas a ingresar en un monasterio cisterciense, que hicieron famoso por su virtud, junto a otras. Exactamente fueron cuatro excelsas mujeres las que brillaron en la clausura: Matilde de Magdeburgo, la santa de hoy, su hermana Gertrudis, y otra Gertrudis, la Grande. Hicieron de Helfta uno de los referentes ineludibles para conocer y valorar la riqueza de la mística germana; nos alientan con su vida a seguir el camino de perfección. Precisamente el pasado día 16 se vio la semblanza de Gertrudis la Grande, que sumó sus grandes virtudes a las de Matilde, que tanto le edificó, que fue su formadora y a la que tomó como guía junto a su hermana. Ello pone de manifiesto un hecho que acontece en todo movimiento eclesial: la existencia de periodos históricos de especial fulgor en el que despuntan figuras egregias traspasando muros y fronteras.

Tan significativa fue la vida de Matilde de Hackeborn, que el papa Benedicto XVI le dedicó su catequesis el 29 de septiembre de 2010. Sin duda fue una de esas mujeres fuertes de las que habla el evangelio que tuvo la gracia de alumbrar una época de gran fecundidad en esa comunidad a lo largo del siglo XIII. Nació en 1241 o en 1242, no hay datos precisos, en la fortaleza de Helfta, Sajonia. Su hermana Gertrudis se hallaba ya en el convento de Rodersdorf (después transferido a Helfta) cuando ella acompañó a su madre a visitarla en 1248. En siete años de vida la pequeña acumulaba la experiencia de haber sobrevivido a la muerte poco después de nacer, debido a su frágil constitución física, y el inspirado vaticinio del virtuoso sacerdote que derramó sobre su cabeza el agua del bautismo, quien entrevió que sería santa, hecho que confió a sus padres asegurándoles que Dios obraría a través de ella numerosos prodigios. Posiblemente a esa edad Matilde ignoraba la singular elección divina a la que aludió el sacerdote, pero seguro que sus progenitores no habrían podido olvidarla.

La vida conventual le sedujo desde un primer instante. Por eso, en 1258 dejó a un lado los beneficios que reportaba haber nacido en un castillo, y las prebendas anejas al título nobiliario que ostentaban sus padres ingresando en el monasterio que entonces se había establecido en Helfta. Su hermana Gertrudis, abadesa, vertió en ella todo su saber espiritual e intelectual, riqueza que Matilde acogió multiplicando los talentos que Dios le había otorgado: una suma de excepcional inteligencia y virtud coronada por una bellísima voz con la que glosaba la grandeza del Creador y por la que ha sido denominada «ruiseñor de Dios». Era un pozo sin fondo. Y así se ha reflejado: «la ciencia, la inteligencia, el conocimiento de las letras humanas y la voz de una maravillosa suavidad: todo la hacía apta para ser un verdadero tesoro para el monasterio bajo todos los aspectos».

Orientada por su hermana, se convirtió en una gran formadora que tuvo a su cargo jovencísimas vocaciones. De hecho le confiaron a Gertrudis, la Grande, cuando llegó al convento a la edad de 5 años. Y es que Matilde era una ejemplar maestra y modelo de novicias y profesas. Fue agraciada con numerosos favores místicos que se iniciaron siendo niña y que guardó en su corazón llevada de su natural discreción hasta que cumplió medio siglo de vida.

Ella, al igual que Gertrudis, la Grande, vivió en carne propia la experiencia del sufrimiento ocasionado por largas y dolorosas enfermedades que fueron persistentes en ambos casos. La frágil condición humana atenazada por el cúmulo de matices que conllevan circunstancias de esta naturaleza, a veces tiene también expresión palpable en la vertiente espiritual. Matilde experimentó conjuntamente la postración corporal, y el sufrimiento y angustia espirituales en los que, no obstante, contó con el consuelo divino. En uno de estos periodos críticos confidenció privadamente sus experiencias místicas a dos religiosas. Una de ellas fue su discípula Gertrudis, la Grande, quien se ocupó de recopilarlas en el Libro de la gracia especial junto a otra hermana de comunidad.

Matilde fue un puntal indiscutible en el monasterio, aunque a veces su nombre ha quedado a la sombra de esta santa amiga. De su hermana había heredado la rica tradición monacal que floreció altamente en esa época en las líneas genuinas de la regla a la que se había abrazado: oración, contemplación, estudio científico y teológico, amasado siempre en la tradición y el magisterio eclesiales. Fue una mujer obediente, humilde y piadosa, de gran espíritu penitencial, ardiente caridad y devota de María y del Sagrado Corazón de Jesús con el que mantuvo místicos coloquios. El contenido de sus revelaciones insertas en el Libro de la gracia especialpermite apreciar también el alcance que tuvo la liturgia en su itinerario espiritual. Supo llegar al corazón de las personas que pusieron bajo su responsabilidad, y las condujo sabiamente a los pies de Cristo dando pruebas fehacientes de su ardor apostólico.

Cuando rogaba a la Virgen que no le faltara su asistencia en el momento de la muerte, Ella le pidió que rezase diariamente tres avemarías «conmemorando, en la primera, el poder recibido del Padre Eterno; en la segunda, la sabiduría con que me adornó el Hijo; y, en la tercera, el amor de que me colmó el Espíritu Santo». María la invitó a meditar en los misterios de la vida de Cristo: «Si deseas la verdadera santidad, está cerca de mi Hijo; él es la santidad misma que santifica todas las cosas». Durante la última y difícil etapa de su vida, ocho años cuajados de sufrimientos, mostró la hondura de su unión con Cristo, a cuya Pasión redentora unía sus padecimientos por la conversión de los pecadores, con humildad y paciencia. La Eucaristía, el evangelio, la oración…, habían forjado su espíritu disponiéndola al encuentro con Dios. Éste se produjo el 19 de noviembre de 1299. Murió con fama de santidad.

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Santa Matilde - Reina, viuda 895 +968.
14 Marzo honomástico
Matilde era descendiente del célebre Widukind, capitán de los sajones en su larga lucha contra Carlomagno, como hija de Dietrich, conde de Westfalia y de Reinhild, vástago de la real casa de Dinamarca. Cuando la niña nació en el año 895, fue confiada al cuidado de su abuela paterna, la abadesa del convento de Erfut. Allí, sin apartarse mucho de su hogar, Matilde se educó y creció hasta convertirse en una jovencita que sobrepasaba a sus compañeras en belleza, piedad y ciencia, según se dice. A su debido tiempo se casó con Enrique, hijo del duque Otto de Sajonia, a quien llamaban "el cazador". El matrimonio fue excepcionalmente feliz y Matilde ejerció sobre su esposo una moderada, pero edificante influencia. Precisamente después del nacimiento de su primogénito, Otto, a los tres años de casados, Enrique sucedió a su padre en el ducado. Más o menos a principios del año 919, el rey Conrado murió sin dejar descendencia y el duque fue elevado al trono de Alemania. No cabe duda de que su experiencia de soldado valiente y hábil le resultó muy útil, puesto que su vida fue una lucha constante en la que triunfó muchas veces de manera notable. 
El mismo Enrique y sus súbditos atribuyeron sus éxitos, tanto a las oraciones de la reina, como a sus propios esfuerzos. Esta seguía viviendo en la humildad que la había distinguido de niña. A sus cortesanos y a sus servidores, más les parecía una madre amorosa que su reina y señora; ninguno de los que acudieron a ella en demanda de ayuda quedó defraudado. Su esposo rara vez le pedía cuentas de sus limosnas o se mostraba irritado por sus prácticas piadosas, con la absoluta certeza de su bondad y confiando en ella plenamente. Después de veintitrés años de matrimonio, el rey Enrique murió de apoplejía, en 936. Cuando le avisaron que su esposo había muerto, la reina estaba en la iglesia y ahí se quedó, volcando su alma al pie del altar en una ferviente oración por él. En seguida pidió a un sacerdote que ofreciera el santo sacrificio de la misa por el eterno descanso del rey y, quitándose las joyas que llevaba, las dejó sobre el altar como prenda de que renunciaba, desde ese momento, a las pompas del mundo. 
Habían tenido cinco hijos: Otto, más tarde emperador; Enrique el Pendenciero; San Bruno, posteriormente arzobispo de Colonia; Gerberga que se casó con Luis IV, rey de Francia y Hedwig, la madre de Hugo Capeto. A pesar de que el rey había manifestado su deseo de que su hijo mayor, Otto, le sucediera en el trono, Matilde favoreció a su hijo Enrique y persuadió a algunos nobles para que votaran por él; no obstante, Otto, resultó electo y coronado. Enrique no aceptó de buena gana renunciar a sus pretensiones y promovió una rebelión contra su hermano, pero fue derrotado y solicitó la paz. Otto lo perdonó y, por la intercesión de Matilde, le nombró duque de Baviera. La reina llevó desde entonces una vida de completo auto-sacrificio; sus joyas habían sido vendidas para ayudar a los pobres y era tan pródiga en sus dádivas, que dio motivo a críticas y censuras. Su hijo Otto la acusó de haber ocultado un tesoro y de mal gastar los ingresos de su corona; le exigió que rindiera cuentas de todo cuanto había gastado y envió espías a vigilar sus movimientos y registrar sus donativos. 
Su sufrimiento más amargo fue descubrir que Enrique instigaba y ayudaba a su hermano en contra de ella. Lo sobrellevó todo con paciencia inquebrantable, haciendo notar, con un toque de patético humor, que por lo menos la consolaba ver que sus hijos estaban unidos, aunque sólo fuera para perseguirla. "Gustosamente soportaré todo lo que puedan hacerme, siempre que lo hagan sin pecar, si es que con ello se conservan unidos", solía decir, según se afirma. 
Para darles gusto, Matilde renunció a su herencia en favor de sus hijos y se retiró a la residencia campestre donde había nacido. Pero poco tiempo después de su partida, el duque Enrique cayó enfermo y comenzaron a llover los desastres sobre el Estado. El sentimiento general era que tales desgracias se debían al trato que los príncipes habían dado a su madre; Edith, la esposa de Otto, lo convenció para que fuera a solicitar su perdón y le devolviera todo lo que le habían quitado. Sin que se lo pidieran, Matilde los perdonó y volvió a la corte, donde reanudó sus obras de misericordia. Pero no obstante que Enrique había cesado de importunarla, su conducta continuó causándole gran aflicción. El nuevamente se volvió contra Otto y, posteriormente castigó una insurrección de sus propios súbditos en Baviera con increíble crueldad; ni aun los obispos escaparon a su cólera. 
En 955, cuando Matilde lo vio por última vez, le profetizó su próxima muerte y lo instó a arrepentirse, antes de que fuera demasiado tarde. En efecto, al poco tiempo, murió Enrique y la noticia causó un dolor muy profundo en la reina.  
Emprendió la construcción de un convento en Nordhausen; hizo otras fundaciones en Quedlinburg, en Engern y también en Poehlen, donde estableció un monasterio para hombres. Es evidente que Otto jamás volvió a resentirse porque su madre gastara los ingresos en obras religiosas, pues cuando él fue a Roma para ser coronado emperador, dejó el reino a cargo de Matilde.
La última vez que Matilde tomó parte en una reunión familiar fue en Colonia, en la Pascua de 965, cuando estuvieron con ella el emperador Otto "el Magno", sus otros hijos y nietos. Después de esta reaparición, prácticamente se retiró del mundo, pasando su tiempo en una y otra de sus fundaciones, especialmente en Nodhausen. Cuando se disponía a tratar ciertos asuntos urgentes que la reclamaban en Quedlinburg, se agravó una fiebre que había venido sufriendo por algún tiempo y comprendió que pronto iba a llegar su último momento. Envió a buscar a Richburg, la doncella que la había ayudado en sus caridades y que era abadesa en Nordhausen. Según la tradición, la reina procedió a hacer una escritura de donación para todo lo que hubiera en su habitación, hasta que no quedó nada más que el lienzo de su sudario. "Den eso al obispo Guillermo de Mainz (que era su nieto). El lo necesitará primero que yo". En efecto, el obispo murió repentinamente, doce días antes de que ocurriera el deceso de su abuela, acaecido el 14 de marzo de 968. El cuerpo de Matilde fue sepultado junto con el de su esposo, en Quedlinburg, donde se la venera como santa desde el momento de su muerte.
Vida de los Santos de Butler, Tomo I
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Santa Matilde - Reina, viuda 895 +968.
Reina de Alemania, esposa del Rey Enrique I. Nació en la Villa de Engern en Wesfalia, aproximadamente en el 895. Murió en Quedlinburg, el 14 de marzo de 968. Estuvo en el monasterio de Erfurt. Enrique, cuyo matrimonio con una joven viuda, de nombre Hathburg, había sido declarado inválido, pidió la mano de Matilde, y se casó con ella en 909 en Walhausen, que él le obsequió a manera de dote.
Matilde llegó a ser la madre de: Otto I, Emperador de Alemania; Enrique, Duque de Bavaria; San Bruno, Arzobispo de Colonia; Gerberga, quien se casó con Luis IV de Francia; Hedwig, madre de Hugo Capet. En 912, el esposo de Matilde sucedió a su padre el Duque de Sajonia, y en 918 fue escogido para suceder al rey Conrado de Alemania.
Como reina, Matilde fue humilde, piadosa y generosa, y siempre estuvo presta para ayudar a los oprimidos y los desafortunados. Ella tenía una gran influencia sobre el rey. Luego de un reinado de diecisiete años, él murió en 936. Dejó a ella todas sus posesiones en Quedlinburg, Poehlden, Nordhausen, Grona, and Duderstadt.
Fue el deseo del rey, que su primogénito, Otto, le sucediera. Matilde quería que su hijo favorito, Enrique llegara al trono. Con la petición de que él era su primer hijo, luego de que el padre fuera rey, trató de inducir el voto de unos pocos nobles a favor de su predilección, pero Otto fue electo y coronado rey el 8 de agosto de 936.
Tres años más tarde, Enrique realizó una revuelta contra su hermano Otto, pero no fue capaz de tomar la corona, se sometió con la intercesión del Duque de Bavaria que de esa manera respondía a una petición de Matilde. Muy pronto, no obstante, los dos hermanos se unieron en la persecusión a su propia madre, a quien ellos acusaban de haber empobrecido la corona dada su forma no controlada de gasto. Para satisfacerlos, ella renunció a las posesiones que el fallecido rey le había otorgado, y se retiró a su villa de Engern en Westfalia. Pero luego, cuando la desgracia cayó sobre sus hijos, Matilde fue llamada de nuevo a palacio, y ambos, tanto Otto como Enrique imploraron su perdón.
Matilde mandó a construir muchas iglesias, y apoyó muchos monasterios. Sus fundaciones principales fueron los monasterios de Quedlinburg, Nordhausen, Engern, y Poehlden. Ella estuvo muchos días en esos monasterios y le gustaba mucho el de Nordhausen. Murió en el convento de San Servacio y San Dionisio en Quedlinburg, y fue sepultada allí al lado de su esposo. Fue venerada como santa inmediatamente luego de su muerte. Su festividad es el 14 de marzo.
Existen dos Vidas de Matilde que son extensas. La primera Vita antiquior, escrita en el monasterio de Nordhausen y dedicada al Emperador Otto II; editada por KOEPKE en Mon. Germ. Script., X, 575-582, y vuelta a imprimir en MIGNE, P.L., CLI, 1313-26. La otra, Vita Mahtildis reginae, escrita por orden del Emperador Enrique II, fue impresa en mon. Germ. Script., IV, 283-302, y en MIGNE, P.L., CXXXV, 889-9220. CLARUS, Die heilige Mathilde, ihr Gemahl Heinrich I, und ihre Sohne Otto I, Heinrich und Bruno (Munster, 1867); SCHWARZ, Die heilige Mathilde, Gemahlin Heinrichs I. Konigs von Deutschland (Ratisbon, 1846); Acta SS., March, II, 351-65.
MICHAEL T. OTT 
Transcripción de Michael T. Barrett 

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Santa Gertrudis de Helfta (Eisleben, Alemania, 1256 - Helfta, 1302), monja cisterciense y escritora mística, también conocida como Gertrudis la Grande oGertrudis la Magna.

Gertrudis inició su aprendizaje monástico. Realizó el noviciado, profesó y recibió una cuidada formación teológica, filosófica, literaria y musical. Su vida fue normal hasta los 25 años, como una monja más del monasterio, dedicada a la copia de manuscritos, la costura y las labores agrícolas de la huerta monástica. No desempeñó cargos importantes, o al menos sólo se conoce que fue cantora segunda a las órdenes de Matilde de Hackeborn.
El 27 de enero de 1281 tuvo su primera experiencia mística, que supondría un profundo cambio en su vida. Se trató de una visión de Cristo adolescente, que le decía: No temas, te salvaré, te libraré... Vuélvete a mí y yo te embriagaré con el torrente de mi divino regalo.2 A partir de esto dejó los estudios profanos y de literatura por los estudios teológicos; y su existencia pasó de ser rutinaria a vivir una profunda experiencia mística.

Gertrudis vivirá una intensa vida mística en medio de la vida comunitaria. A menudo sufrió enfermedades, pero esto no la incapacitó para dedicarse a escribir diversas obras literarias entre las que se encontraban comentarios a la Sagrada Escritura. Se han perdido casi todas las obras, conservándose solamente tres.
Memorial de la abundancia de la divina suavidad
Tiene 24 capítulos. El género es semejante a las Confesiones de San Agustín. Recoge la experiencia mística de Gertrudis desde su conversión hasta el año 1190.
Heraldo del amor divino
De los materiales sueltos escritos o dictados por Gertrudis, así como los recogidos por las monjas contemporáneas, surgió la segunda obra. La autora que los ordenó permanece en el anonimato, y se llama a sí misma "redactora" (redactrix). La compilación se terminó poco antes de morir Gertrudis. Consta de cinco libros. El primero es un panegírico de la persona y actividad de Gertrudis de Helfta, obra de la redactora. El segundo incorpora el Memorial exclusivamente. Los libros tercero, cuarto y quinto recogen los materiales de diversa procedencia, que relatan las experiencias místicas de Gertrudis en torno a las fiestas litúrgicas, así como las revelaciones recibidas sobre la muerte y gloria de personas de su entorno.
Ejercicios
Libro de oraciones compuesto íntegramente por Gertrudis. La finalidad es reavivar el fervor religioso mediante la reflexión. Son 7 ejercicios, que responden a los momentos más importantes de la vida de una monja: bautismo, conversión, consagración virginal, profesión monástica, alabanza divina y muerte, entendida como encuentro con el divino Esposo.

Toda la obra de Gertrudis se organiza en torno a la vida monástica, cuyo centro es la Liturgia de las Horas, la Eucaristía y la Lectio Divina. Su espiritualidad es de carácter cristocéntrico, destacando especialmente la imagen del Corazón de Jesús, símbolo del amor divino. Sus obras, junto con la de Matilde de Hackeborn, son uno de los testimonios más antiguos de esta devoción. La presencia de la Virgen María también es importante, pero su mariología se integra por completo en su cristología.
Respecto a las virtudes, tiene una visión y positiva, en clave de acogida de la gracia divina y de progresiva unión con [[Jesús de Nazaret|Cristo], más que como una lucha contra los vicios y las pasiones. Junto a esto desarrolla la idea de la suplencia de Cristo, por la que el amor de Jesús le lleva a suplir y subsanar con sus méritos y virtudes la insuficiencia del hombre para salvarse.
Todo ello entrega al hombre la libertad de corazón. Quizá este sea el rasgo que más llamó la atención a sus lectores. Gertrudis se siente soberanamente libre confiando plenamente en el amor y la misericordia de Cristo. Ello la hizo ser e intrépida, manifestándolo por ejemplo en su práctica de comulgar siempre que podía, algo impensable para su tiempo, por las oraciones, ayunos y ejercicios necesarios para prepararse.3 La suplencia de Cristo subsanaba los olvidos a este respecto.

Gertrudis murió el 17 de noviembre de 1302 a los 45 años de edad. Sus escritos y espiritualidad pasaron desapercibidos hasta 1536 en que los cartujos de Colonia imprimen el Heraldo. La aceptación y éxito fue enorme, y se produjo toda una corriente espiritual en torno a ella que se tradujo en reediciones continuas de sus escritos y numerosas biografías. Por tal éxito, y al desconocer el apellido, empezó a ser llamada Gertrudis la Grande o la Magna. En el siglo XVII es tal la veneración en torno a su persona que Roma se ve forzada a aprobar su culto en la Orden Benedictina y en otras Congregaciones religiosas. El 22 de enero de 1678 fue inscrita oficialmente en el Martirologio Romano, y en 1739 su fiesta se elevó a memoria para toda la Iglesia Católica. En la actualidad ha sido propuesta para ser nombrada Doctora de la Iglesia.

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Entonces dijo a sus discípulos: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. 38 Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. (Mt 9, 37-38) Rogate ergo dominum messis, ut mittat operarios in messem suam (Mt 9, 38; Lc 10,2).

Benedicto XVI: santa Gertrudis la Grande

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 6 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la Audiencia General, en la Plaza de San Pedro, y que dedicó a santa Gertrudis la Grande, mística alemana del sigo XIII.
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Queridos hermanos y hermanas,
Santa Gertrudis la Grande, de la que quisiera hablaros hoy, nos lleva también esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas de las obras maestras de la literatura religiosa femenina latino-germánica. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las místicas más famosas, única mujer de Alemania que lleva el apelativo “la Grande”, por su estatura cultural y evangélica: con su vida y su pensamiento incidió de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de talentos naturales particulares y de extraordinarios dones de la gracia, de profundísima humildad y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la contemplación y disponibilidad para socorrer a los necesitados.
En Helfta se compara, por así decirlo, sistemáticamente con su maestra Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la Audiencia del pasado miércoles; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente de la abadesa Gertrudis. De estas tres hermanas suyas adquiere tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo su itinerario religioso con confianza ilimitada en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo en su mundo monástico, sino también y sobre todo en el mundo bíblico, litúrgico,patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con gran eficacia comunicativa.
Nació el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada de sus padres ni de su lugar de nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor mismo le revela el sentido de este primer desarraigo suyo, dice que el Señor habría dicho: “La elegí por morada mía porque me complazco de que todo lo que hay de amable en ella sea obra mía […]. Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes para que nadie la amase por razón de consanguinidad y yo fuese el único motivo del afecto que la mueve” (Las Revelaciones, I, 16, Siena 1994, p. 76-77).
A la edad de cinco años, en 1261, entra en el monasterio, como se acostumbraba a menudo en aquella época, para la formación y el estudio. Aquí transcurre toda su existencia, de la que ella misma señala las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la preservó con paciencia generosa e infinita misericordia, olvidando los años de su infancia, adolescencia y juventud, transcurridos – escribe: “en una tal ceguera de mente que habría sido capaz […] de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me habría gustado y donde hubiese querido, si tu no me hubieses preservado, sea con un horror inherente por el mal y una natural inclinación al bien, sea con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una pagana […] y ello aún habiendo querido tu que desde la infancia, desde mi quinto año de edad, habitara en el santuario bendito de la religión para ser educada entre tus amigos más devotos” (Ibid., II, 23 140s).
Gertrudis fue una estudiante extraordinaria, aprendió todo lo que se podía aprender de las ciencias del Trivio y del Cuadrivio; estaba fascinada por el saber y se dedicó al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de toda expectativa. Si no sabemos nada de sus orígenes, ella cuenta mucho sobre sus pasiones juveniles: la literatura, la música y el canto, el arte de la miniatura la cautivan; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; a menudo dice que es negligente; reconoce sus defectos, pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejos y oraciones por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, hasta el punto de hacer asombrar a algunas personas, que se preguntan cómo es posible que el Señor la prefiera tanto.
De estudiante pasó a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucedió nada excepcional: el estudio y la oración fueron su actividad principal. Por sus dotes sobresale entre sus hermanas; es tenaz en consolidar su cultura en campos diversos. Pero, durante el Adviento de 1280, empieza a sentir disgusto de todo ello, advierte su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve como un mismo don de Dios “para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, ay de mí, aún llevando el nombre y el hábito de religiosa, había ido elevando con mi soberbia, y al menos así encontrar el camino para mostrarme tu salvación” (Ibid., II,1, p. 87). Tiene la visión de un jovencito que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En esa mano, Gertrudis reconoce “la preciosa huella de esas llagas que abrogaron todas las actas de acusación de nuestros enemigos” (Ibid., II,1, p. 89), reconoce a Aquel que sobre la Cruz nos salvó con su sangre, Jesús.
Desde aquel momento, su vida de comunión con el Señor se intensifica, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos – Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen – aún cuando, enferma, no podía dirigirse al coro. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más simples y lineales, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.
Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir una particular “conversión” suya: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define como negligente a la vida de oración intensa, mística, con un excepcional ardor misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y que desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la vuelve a llamar con su gracia “desde las cosas externas a la vida interior, y desde las ocupaciones terrenas al amor por las cosas espirituales”. Gertrudis comprende que ha estado lejos de Él, en la región de la disimilitud, como dice san Agustín: de haberse dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; ahora es conducida al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. “De gramática se convierte en teóloga, con la lectura incansable y cuidadosa de todos los libros sagrados que podía tener u obtener, llenaba su corazón de las más útiles y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Tenía por ello siempre dispuesta alguna palabra inspirada y de edificación con la que satisfacer a quien venía a consultarla, y al mismo tiempo los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión errónea y cerrar la boca a sus oponentes” (Ibid., I,1, p. 25).
Gertrudis transforma todo esto en apostolado: se dedica a escribir y divulgar las verdades de la fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta el punto de que fue útil y bienvenida para los teólogos y las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, también a causa de las circunstancias que llevaron a la destrucción del monasterio de Helfta. Además del “Heraldo del divino amor” o “Las revelaciones”, nos quedan los “Ejercicios Espirituales”, una rara joya de la literatura mística espiritual.
En la observancia religiosa, nuestra santa es “una columna firme …], firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad”, dice su biógrafa (Ibid., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A las oraciones y a las penitencias de la regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien la encuentra la conciencia de estar en la presencia del Señor. Y de hecho Dios mismo le da a entender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia. De este inmenso tesoro divino Gertrudis se siente indigna, confiesa no haberlo custodiado y valorado. Exclama: “¡Ay de mí! ¡Si Tu me hubieses dado para recuerdo tuyo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría sin embargo debido guardarlo con mayor respeto y reverencia de cuanta he tenido por estos dones tuyos!” (Ibid., II,5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, ella se adhiere a la voluntad de Dios, “porque – afirma – he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que me hayan sido concedidas para mí sola, no pudiendo tu eterna sabiduría ser frustrada por alguien. Haz, por tanto, o Dador de todo bien, que me has concedido gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se conmueva por el pensamiento de que el celo por las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón” (Ibid., II,5, p. 100s).
En particular, dos favores le fueron más queridos que ningún otro, como escribe la propia Gertrudis: “Los estigmas de tus saludables llagas que me imprimiste, como preciosas joyas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con que lo marcaste. Tu me inundaste con estos dones tuyos de tanta alegría que, aunque tuviese que vivir mil años sin ningún consuelo ni interior ni exterior, su recuerdo bastaría para reconfortarme, iluminarme, colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de muchas firmas ese sagrario nobilísimo de tu Divinidad que es tu Corazón divino […]. A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María Madre Tuya, y de haberme recomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría recomendar a su propia madre su esposa querida” (Ibid., II, 23, p. 145).
Dirigida hacia la comunión sin fin, concluyó su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 o 1302, a la edad de casi 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: “Oh, Jesús, tu que me eres inmensamente querido, estate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división, y mi tránsito sea bendecido por tí, de modo que mi espíritu, libre de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar reposo en ti. Amen” (Esercizi, Milán 2006, p. 148).
Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida cristiana, de recta vía, que nos muestra que el centro de una vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús el Señor. Y esta amistad se aprende en el amor por la Sagrada Escritura, en el amor por la liturgia, en la fe profunda, en el amor por María, de forma que se conozca cada vez más realmente a Dios mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.

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Gertrudis la Magna
PROMESA DE JESUCRISTO A SANTA GERTRUDIS LA GRANDE
Oración para sacar 1000 almas del Purgatorio

Nuestro Señor reveló a Santa Gertrudis la Magna, religiosa cisterciense del Monasterio de Helfta en Eisleben (Alemania), a finales del siglo XIII, que la oración que publicamos a continuación, liberaría a 1000 almas del Purgatorio cada vez que se ofreciese, extendiéndose también la Promesa a la conversión y salvación de las que todavía peregrinan en la Tierra. 

"Eterno Padre, te ofrezco la Preciosísima Sangre de Tu divino Hijo, en unión con todas las Misas celebradas hoy en todo el mundo, por todas las Santas Almas del Purgatorio. Amén".

La aprobación y recomendación fue hecha por el Cardenal Patriarca de Lisboa, Portugal, el 4 de marzo de 1936.

Santa Gertrudis nació en Eisleben, Alemania en el año 1256. La santa es considerada como patrona de las personas místicas; y fue ella quien propagó la devoción al Sagrado Corazón y el culto a San José.

Hasta los 25 años Santa Gertrudis fue una religiosa como las demás, dedicada a la oración, a los trabajos manuales y a la meditación. Sentía una inclinación sumamente grande por los estudios. A esta edad recibió la primera revelación, que transformaría su vida para siempre.

Se recomienda  rezarla todos los días y difundirla por todos los medios posibles, para mayor gloria de Dios y salvación de las almas. Así, a la hora de nuestra muerte, cuando nos presentemos ante Dios, no tendremos las manos vacías de buenas obras. Esta oración, rezada constantemente a modo de jaculatoria, salvará miles o millones de almas.

Tengamos en cuenta que las almas del Purgatorio sufren de una manera indecible e inexpresable humanamente, y que ellas por sí solas nada pueden. Si no es por nuestras oraciones y ofrecimientos a su favor, se ven imposibilitadas para aliviar su sufrimiento o para liberarse del Purgatorio y ascender al Cielo. Hacer esto por las pobres almas del Purgatorio es una de las mayores obras de Misericordia que están a nuestro alcance.

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ciertas algunas magníficas obras del medioevo entre el 1150 y 1250

Lo que Europa debe a la Iglesia católica...

Las escuelas monásticas y las escuelas episcopales, centros de altos estudios filosóficos: Aristóteles, etc.

A partir del siglo IX, con el florecimiento de la vida monástica, empiezan a surgir escuelas cobijadas en los monasterios. Se trata de una institución docente para formar a sus monjes, aunque en bastantes lugares se añade una escuela exterior que recibe otros estudiantes. ??La lista de las escuelas monacales de prestigio es interminable: Jarrow, York, San Martín de Tours, San Gall, Corbie, Richenau, Montecasino…
Paralelamente los Obispos y los cabildos crean en las ciudades centros docentes similares a las que ya funcionaban en los monasterios. Cobran importancia sobre todo desde el siglo XI. ??Estas escuelas, llamadas episcopales, nacen a la sombra de las catedrales. Las de más renombre son las de Reims, Chartres, Colonia, Maguncia, Viena, Lieja…
Tanto las escuelas monásticas como las episcopales comparten un mismo programa de estudios: la enseñanza de las siete artes liberales: el trivio (gramática, retórica y dialéctica) y el cuadrivio (aritmética, geometría, astronomía y música).
Estudio General y Universidad
Hacia el siglo XII empiezan a enseñar maestros que no están vinculados a ninguna escuela monástica o episcopal determinada y nace el fenómeno de la “movilidad” estudiantil (el preludio de los hoy famosos erasmus). Los centros pasan a ser promovidos directamente por los Papas y los Reyes.

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Benedicto XVI: Beata Angela de Foligno, de la penitencia al amor

Hoy en la audiencia general - CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 13 de octubre de 2010 -  Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la audiencia general, en la Plaza de San Pedro, ante miles de peregrinos procedentes de todo el mundo.
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Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera hablaros de la beata Ángela de Foligno, una gran mística medieval que vivió en el siglo XIII. Normalmente, uno se fascina por los momentos álgidos de experiencia de unión con Dios que ella alcanzó, pero se tienen quizás demasiado poco en cuenta sus primeros pasos, su conversión, y el largo camino que la condujo desde el punto de partida, el “gran temor del infierno”, hasta su meta, la unión total con la Trinidad. La primera parte de la vida de Ángela no es ciertamente la de una ferviente discípula del Señor. Nacida hacia 1248 en una familia pudiente, quedó huérfana de padre y fue educada por su madre de forma más bien superficial. Fue introducida muy pronto en los ambientes mundanos de la ciudad de Foligno, donde conoció a un hombre, con el que se casó a los veinte años y del que tuvo hijos. Su vida era despreocupada, hasta el punto de que se permitía burlarse de los llamados “penitentes” – muy difundidos en aquella época – es decir, de aquellos que para seguir a Cristo vendían sus bienes y vivían en la oración, en el ayuno, en el servicio a la Iglesia y en la caridad.
Algunos acontecimientos, como el violento terremoto de 1279, un huracán, la larga guerra contra Perusa y sus duras consecuencias incidieron en la vida de Ángela, la cual progresivamente fue tomando conciencia de sus pecados, hasta un paso decisivo: invoca a san Francisco, que se le aparece en una visión, para pedirle consejo de cara a hacer una buena Confesión general: estamos en 1285, Ángela se confiesa con un fraile en San Feliciano. Tres años después, el camino de la conversión conoce otro giro: la disolución de los vínculos afectivos, pues en pocos meses, a la muerte de su madre siguieron la de su marido y la de todos sus hijos. Entonces vendió sus bienes y en 1291 entró en la orden terciaria de san Francisco. Murió en Foligno el 4 de enero de 1309.
El Libro della beata Ángela da Foligno, en el que está recogida la documentación sobre nuestra Beata, narra esta conversión; indica los medios que le fueron necesarios: la penitencia, la humildad y las tribulaciones; y narra sus pasos, la sucesión de las experiencias de Ángela, comenzadas en 1285. Recordándolas, tras haberlas vivido, ella intentó contarlas a través de su fraile confesor, el cual las transcribió fielmente, intentando después organizarlas en etapas, que llamó “pasos o mutaciones”, pero sin conseguir ordenarlas plenamente (cfr Il Libro della beata Ángela da Foligno, Cinisello Balsamo 1990, p. 51). Esto debido a que la experiencia de unión para la beata Ángela supone una implicación total de los sentidos espirituales y corporales, y de lo que ella “comprende” durante sus éxtasis queda, por así decirlo, solo una “sombra” en su mente. “Escuché verdaderamente estas palabras – confiesa ella después de un rapto místico – pero lo que vi y comprendí, y que él [o sea, Dios] me mostró, de ninguna forma dé o puedo decirlo, aunque revelaría de buen grado lo que comprendí con las palabras que oí, pero hubo un abismo absolutamente inefable”. Ángela de Foligno presenta su "vivencia" mística, sin elaborarla con la mente, porque son iluminaciones divinas que se comunican a su alma de forma imprevista e inesperada. Al mismo fraile confesor le cuesta recoger estos eventos, “también a causa de su gran y admirable reserva respecto a sus dones divinos” (Ibid., p. 194). A la dificultad para expresar su experiencia mística se añade también la dificultad para sus oyentes de comprenderla. Una situación que indica con claridad cómo el único y verdadero Maestro, Jesús, vive en el corazón de todo creyente y desea tomar totalmente posesión de él. Así en Ángela, que escribía a un hijo espiritual suyo: "Hijo mío, si vieras mi corazón, estarías absolutamente obligado a hacer todo lo que Dios quiere, porque mi corazón es el de Dios y el corazón de Dios es el mío”. Resuenan aquí las palabras de san Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo que vive en mi" (Gal 2,20).
Consideremos entonces sólo algún "paso" del rico camino espiritual de nuestra Beata. El primero, en realidad, es una premisa: "Fue el conocimiento del pecado, – como ella precisa – a continuación del cual el alma tuvo un gran temor de condenarse; en este pasaje lloró amargamente" (Il Libro della beata Ángela da Foligno, p. 39). Este “temor” del infierno responde al tipo de fe que Angela tenía en el momento de su "conversión"; una fe aún pobre de caridad, es decir, del amor de Dios. Arrepentimiento, miedo del infierno y penitencia abren a Ángela la perspectiva de la dolorosa "vía de la cruz" que, desde el octavo al decimoquinto paso, la llevará después a la “vía del amor”. Cuenta el fraile confesor: “La fiel entonces me dijo: He tenido esta revelación divina: ´Tras las cosas que habéis escrito, haz escribir que quien quiera conservar la gracia no debe quitar los ojos del alma de la Cruz, tanto en la alegría como en la tristeza que le concedo o permito´" (Ibid., p. 143). Pero en esta fase Ángela aún "no siente amor"; ella afirma: "El alma siente vergüenza y amargura y no experimenta aún el amor, sino el dolor” (Ibid., p. 39), y está insatisfecha.
Ángela siente el deber de tener que darle algo a Dios para reparar sus pecados, pero lentamente comprende que no tiene nada que darle, al contrario, de “ser nada” ante Él; comprende que no será su voluntad la que le dé el amor de Dios, porque ésta sólo puede darle su “nada”, el “no amor”. Como ella dirá: solo "el amor verdadero y puro, que viene de Dios, está en el alma y hace que ésta reconozca sus propios defectos y la bondad divina […] Este amor lleva el alma a Cristo y ella comprende con seguridad que no se puede verificar ni haber engaño alguno. Junto a este amor no se puede mezclar algo de lo del mundo" (Ibid., p. 124-125). Abrirse sola y totalmente al amor de Dios, que tiene la máxima expresión en Cristo: "Oh Dios mío – reza – hazme digna de conocer el altísimo misterio, que tu ardentísimo e inefable amor realizó, junto al amor de la Trinidad, es decir, el altísimo misterio de tu santísima encarnación por nosotros. […]. ¡Oh amor incomprensible! Más allá de este amor, que hizo que mi Dios se hiciese hombre para hacerme Dios, no hay amor más grande" (Ibid., p. 295). Con todo, el corazón de Ángela lleva siempre las heridas del pecado; incluso después de una confesión bien hecha, ella se encontraba perdonada y aún con el corazón roto por el pecado, libre y condicionada por el pasado, absuelta pero necesitada de penitencia. Y también la acompaña el pensamiento del infierno, porque cuanto más progresa el alma en la vía de la perfección cristiana, tanto más se convencerá no sólo de ser “indigna”, sino de merecer el infierno.
Y he aquí que, en su camino místico, Ángela comprende de modo profundo la realidad central: lo que la salvará de su “indignidad” y de “merecer el infierno” no será su “unión con Dios” y su poseer la “verdad”, sino Jesús crucificado, “su crucifixión por mí”, su amor. En el octavo paso, ella dice: "Sin embargo, aún no comprendía si era más grande mi liberación de los pecados y del infierno y la conversión y la penitencia, o más bien su crucifixión por mí" (Ibid., p. 41). Es el inestable equilibrio entre amor y dolor, advertido en todo su difícil camino hacia la perfección. Precisamente contempla con preferencia a Cristo crucificado, porque en esta visión ve realizado el equilibrio perfecto: en la cruz está el hombre-Dios, en un supremo acto de sufrimiento que es un acto supremo de amor. En la terceraInstrucción, la Beata insiste en esta contemplación y afirma: "Cuanto más perfecta y puramente vemos, tanto más perfecta y puramente amamos. […] Por ello, cuanto más vemos al Dios y hombre Jesucristo, tanto más somos transformados en él a través del amor. […] Lo que he dicho del amor […] lo digo también del dolor: el alma cuanto más contempla el inefable dolor del Dios y hombre Jesucristo, tanto más se duele y es transformada en dolor” (Ibid., p. 190-191). Ensimismarse, transformarse en el amor y en los sufrimientos del Cristo crucificado, identificarse con Él. La conversión de Ángela, iniciada con esa confesión de 1285, llegará a la madurez sólo cuando el perdón de Dios aparezca a su alma como el don gratuito de amor del Padre, fuente de amor: "No hay nadie que puede dar excusas – afirma ella – porque cualquiera puede amar a Dios, y el no pide otra cosa al alma sino que le ame, porque él la ama y de su amor" (Ibid., p. 76).
En el itinerario espiritual de Ángela el paso de la conversión a la experiencia mística, de lo que se puede expresar a lo inexpresable, tiene lugar a través del Crucificado. Es el "Dios-hombre de la pasión", que se convierte en su "maestro de perfección". Toda su experiencia mística es, por tanto, tender a una perfecta “semejanza” con Él, mediante purificaciones y transformaciones cada vez más profundas y radicales. En esta estupenda empresa Ángela se implica totalmente, alma y cuerpo, sin ahorrarse penitencias y tribulaciones desde el principio al final, deseando morir con todos los dolores sufridos por el Dios-hombre crucificado para ser transformada totalmente en Él: "Oh hijos de Dios – recomendaba ella –, transformaos totalmente en el Dios-hombre de la pasión, que tanto os amó hasta dignarse morir por vosotros de muerte ignominiosísima y del todo inefablemente dolorosa y de un modo penosísimo y amarguísimo. ¡Esto solo por amor tuyo, oh hombre!" (Ibid., p. 247). Esta identificación significa también vivir lo que Jesús vivió: pobreza, desprecio, dolor, porque – como ella afirma – "a través de la pobreza temporal el alma encontrará riquezas eternas; a través del desprecio y la vergüenza obtendrá honor y grandísima gloria; a través de una poca penitencia, hecha con pena y dolor, poseerá con infinita dulzura y consolación el Bien Sumo, Dios eterno" (Ibid., p. 293).
De la conversión a la unión mística con el Cristo crucificado, a lo inexpresable. Un camino altísimo, cuyo secreto es la oración constante: "Cuanto más reces – afirma ella – tanto más serás iluminado; cuanto más seas iluminado, tanto más profunda e intensamente verás al Sumo Bien, al Ser sumamente bueno; cuanto más profunda e intensamente lo veas, tanto más lo amarás; cuanto más lo ames, tanto más te deleitará; y cuanto más te deleite, tanto más lo comprenderás y serás capaz de comprenderlo. Sucesivamente llegarás a la plenitud de la luz, porque comprenderás que no puedes comprender" (Ibid., p. 184).
Queridos hermanos y hermanas, la vida de la Beata Ángela comienza con una existencia mundana, bastante alejada de Dios. Pero después se encontró con la figura de san Francisco y, finalmente, el encuentro con el Cristo Crucificado despierta el alma a la presencia de Dios, por el hecho de que sólo con Dios la vida llega a ser verdadera vida, porque llega a ser, en el dolor por el pecado, amor y alegría. Y así nos habla a nosotros hoy la Beata Ángela. Hoy estamos todos en peligro de vivir como si Dios no existiera: parece muy alejado de la vida actual. Pero Dios tiene mil maneras, para cada uno la suya, de hacerse presente en el alma, de mostrar que existe y que me conoce y ama. Y la Beata Ángela quiere hacernos atentos a estos signos con los cuales el Señor nos toca el alma, atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con Dios y hacia Dios, en la comunión con Cristo Crucificado. Oremos al Señor para que nos haga atentos a los signos de su presencia, que nos enseñe a vivir realmente. Gracias.

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Santa Isabel de Hungría

BENEDICTO XVI: ISABEL DE HUNGRÍA, LA PRINCESA ENTRE LOS POBRES

Hoy durante la Audiencia General - CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 20 de octubre de 2010 - Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la Audiencia General, ante los miles de peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.
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Queridos hermanos y hermanas
hoy quisiera hablaros de una de las mujeres de la Edad Media que suscitó mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, llamada también Isabel de Turingia. Nació en 1207 en Hungría. Los historiadores discuten dónde. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar sus vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merania, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la Corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaba el juego, la música y la danza; recitaba con fidelidad sus oraciones y mostraba atención particular hacia los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.
Su infancia feliz fue bruscamente interrumpida cuando, desde la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. Según las costumbres de aquel tiempo, de hecho, su padre había establecido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a principios del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la gloria aparente se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, a menudo en guerra entre ellos y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de buen grado el noviazgo entre su hijo Ludovico y la princesa húngara. Isabel partió de su patria con una rica dote y un gran séquito, incluyendo sus doncellas personales, dos de las cuales permanecerán amigas fieles hasta el final. Son ellas las que han dejado preciosas informaciones sobre la infancia y sobre la vida de la Santa.
Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el macizo castillo sobre la ciudad. Aquí se celebró el compromiso entre Ludovico e Isabel. En los años sucesivos, mientras Ludovico aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. A pesar del hecho de que el compromiso se hubiese decidido por motivos políticos, entre ambos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y por el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Ludovico, tras la muerte de su padre, comenzó a reinar sobre Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de silenciosas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de la corte. Así también la celebración del matrimonio no fue fastuosa, y los gastos del banquete fueron devueltos en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba los compromisos. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la depositó ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando una monja la desaprobó por ese gesto, ella respondió: “¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?”. Como se comportaba ante Dios, de la misma forma se comportaba con sus súbditos. Entre los Dichos de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: “No consumía alimentos si antes no estaba segura de que procedieran de las propiedades y de los bienes legítimos de su marido. Mientras se abstenía de los bienes procurados ilícitamente, se preocupaba también por resarcir a aquellos que hubiesen sufrido violencia” (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que desempeñan cargos: el ejercicio de la autoridad, a todo nivel, debe vivirse como servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.
Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, procuraba vestidos, pagaba las deudas, cuidaba enfermos y sepultaba a los muertos. Bajando de su castillo, se dirigía a menudo con sus doncellas a las casas de los pobres, llevando pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y los lechos de los pobres. Este comportamiento fue referido a su marido, el cual no sólo no se disgustó, sino que respondió a sus acusadores: “¡Mientras que no venda el castillo, estoy contento!”. En este contexto se coloca el milagro de pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con el marido, que le preguntó qué estaba llevando. Ella abrió el delantal y, en lugar del pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.
El suyo fue un matrimonio profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, a cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado por la gran fe de su esposa, Ludovico, refiriéndose a su atención hacia los pobres, le dijo: “Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado”. Un claro testimonio de cómo la fe y el amor hacia Dios y hacia el prójimo refuerzan y hacen aún más profunda la unión matrimonial.
La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Ruggero (Rüdiger) como director espiritual. Cuando él le narró las circunstancias de la conversión del joven y rico mercader Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó aún más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, se decidió aún más a seguir a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, seguido de otros dos, nuestra Santa no descuidó nunca sus obras de caridad. Ayudó además a los Frailes Menores a construir en Halberstadt un convento, del que fray Ruggero se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.
Una dura prueba fue el adiós al marido, a finales de junio de 1227, cuando Ludovico IV se asoció a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que esa era una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: “No te retendré. Me dí toda entera a Dios y ahora debo darte también a ti”. Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Ludovico mismo cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcar, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al saber la noticia, tuvo tal dolor que se retiró en soledad, pero después, fortificada por la oración y consolada por la esperanza de volver a verle en el Cielo, volvió a interesarse en los asuntos del reino. La esperaba, sin embargo, otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose verdadero heredero de Ludovico y acusando a Isabel de ser una mujer piadosa incompetente para gobernar. La joven viuda, con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y se puso a la búsqueda de un lugar donde refugiarse. Solo dos de sus doncellas permanecieron junto a ella, la acompañaron y confiaron a los tres niños a los cuidados de amigos de Ludovico. Peregrinando por los pueblos, Isabel trabajaba allí donde se la acogía, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y dedicación a Dios, algunos parientes, que le habían permanecido fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse al castillo familiar en Marburgo, donde vivía también su director espiritual fray Conrado. Fue él quien refirió al papa Gregorio IX el siguiente hecho: el viernes santo de 1228, puestas las manos sobre el altar en la capilla de su ciudad Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Ella quería renunciar a todas sus posesiones, pero yo la disuadí por amor a los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y los más abandonados. Habiéndola yo reñido por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una especial gracia y humildad” (Epistula magistri Conradi, 14-17).
Podemos ver en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la vivida por san Francisco: el Pobrecillo de Asís declaró, de hecho, en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes era amargo se le cambió en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel transcurrió sus últimos tres años en elhospital fundado por ella, sirviendo a los enfermos, velando con los moribundos. Intentaba siempre llevar a cabo los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Ella se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con otras amigas suyas, vestidas en hábito gris, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Orden Terciaria Regular de san Francisco y de la Orden Franciscana Seglar.
En noviembre de 1231 fue afectada por fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Tras unos diez días, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse a solas con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios sobre su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el papa Gregorio IX la proclamó Santa y, en el mismo año, se consagró la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.
Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos cómo la fe, la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace la esperanza, la certeza de que somos amados por Cristo y de que el amor de Cristo nos espera y nos hace así capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y así a encontrar la verdadera justicia y el amor, como también la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.

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“Cuando Pedro, lleno de audacia, anda sobre el mar, sus pasos tiemblan, pero su afecto se refuerza...; sus pies se hunden, pero él se coge a la mano de Cristo. La fe le sostiene cuando percibe que las olas se abren; turbado por la tempestad, se asegura en su amor por el Salvador. Pedro camina sobre el mar movido más por su afecto que por sus pies...  No mira donde pondrá sus pies; no ve más que el rastro de los pasos de aquel que ama. Desde la barca, donde estaba seguro, ha visto a su Maestro y, guiado por su amor, se pone en el mar. Ya no ve el mar, ve tan sólo a Jesús.  San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte) y doctor de la Iglesia”.  Sermón que se le atribuye, Apéndice nº 192; PL 39, 2100 

Benedicto XVI: santa Brígida de Suecia, copatrona de Europa

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 27 de octubre de 2010 - Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa pronunció hoy durante la Audiencia General celebrada en la Plaza de San Pedro, con los peregrinos procedentes de todo el mundo.
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Queridos hermanos y hermanas,
en la ferviente vigilia del Gran Jubileo del Año 2000, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II proclamó a santa Brígida de Suecia copatrona de toda Europa. Esta mañana quisiera presentar su figura, su mensaje, y las razones por las que esta santa mujer tiene mucho que enseñar – aún hoy – a la Iglesia y al mundo.
Conocemos bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida, porque sus padres espirituales redactaron su biografía para promover su proceso de canonización inmediatamente después de su muerte, que tuvo lugar en 1373. Brígida había nacido setenta años antes, en 1303, en Finster, en Suecia, una nación del Norte de Europa que desde hacía tres siglos había acogido la fe cristiana con el mismo entusiasmo con el que la Santa la había recibido de sus padres, personas muy piadosas, pertenecientes a familias nobles cercanas a la Casa reinante.
Podemos distinguir dos periodos en la vida de esta Santa.
El primero se caracterizó por su condición de mujer felizmente casada. Su marido se llamaba Ulf y era gobernador de un importante distrito del reino de Suecia. El matrimonio duró veintiocho años, hasta la muerte de Ulf. Nacieron ocho hijos, de los que la segunda, Karin (Catalina), es venerada como santa. Esto es un signo elocuente del compromiso educativo de Brígida respecto de sus propios hijos. Por lo demás, su sabiduría pedagógica era apreciada hasta tal punto que el rey de Suecia, Magnus, la llamó a la corte por un cierto tiempo, con el fin de introducir a su joven esposa, Blanca de Namur, en la cultura sueca.
Brígida, espiritualmente guiada por un docto religioso que la inició en el estudio de las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva en su propia familia que, gracias a su presencia, se convirtió en una verdadera “iglesia doméstica”. Junto con su marido, adoptó la Regla de los Terciarios franciscanos. Practicaba con generosidad obras de caridad hacia los indigentes; fundó también un hospital. Junto a su esposa, Ulf aprendió a mejorar su carácter y a progresar en la vida cristiana. A la vuelta de una larga peregrinación a Santiago de Compostela, efectuado en 1341 junto a otros miembros de la familia, los esposos maduraron el proyecto de vivir en continencia; pero poco después, en la paz de un monasterio en el que se había retirado, Ulf concluyó su vida terrena.
Este primer periodo de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar la que hoy podríamos definir una auténtica “espiritualidad conyugal”: juntos, los esposos cristianos pueden recorrer un camino de santidad, sostenidos por la gracia del Sacramento del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en la vida de santa Brígida y de Ulf, es la mujer la que con su sensibilidad religiosa, con la delicadeza y la dulzura consigue hacer recorrer al marido un camino de fe. Pienso con reconocimiento en tantas mujeres que, día a día, aún hoy iluminan a sus propias familias con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del Señor pueda suscitar también hoy la santidad de los esposos cristianos, para mostrar al mundo la belleza del matrimonio vivido según los valores del Evangelio: el amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en engendrar y educar hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la participación en la vida de la Iglesia.
Cuando Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo periodo de su vida. Renunció a otro matrimonio para profundizar en la unión con el Señor a través de la oración, la penitencia y las obras de caridad. También las viudas cristianas, por tanto, pueden encontrar en esta Santa un modelo a seguir. En efecto, Brígida, a la muerte de su marido, tras haber distribuido sus propios bienes a los pobres, aún sin acceder nunca a la consagración religiosa, se estableció en el monasterio cisterciense de Alvastra. Aquí tuvieron inicio las revelaciones divinas, que la acompañaron todo el resto de su vida. Éstas fueron dictadas por Brígida a sus secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al latín y las recogieron en una edición de ocho libros, titulados Revelationes (Revelaciones). A estos libros se añadió un suplemento, que lleva por título Revelationes extra vagantes (Revelaciones suplementarias).
Las Revelaciones de santa Brígida presentan un contenido y un estilo muy variados. A veces la revelación se presenta bajo forma de diálogos entre las Personas divinas, la Virgen, los santos y también los demonios; diálogos en los que también Brígida interviene. Otras veces, en cambio, se trata de la narración de una visión particular; y en otras se narra lo que la Virgen María le revela sobre la vida y los misterios del Hijo. El valor de las Revelaciones de santa Brígida, a veces objeto de alguna duda, fue precisado por el Venerable Juan Pablo II en la Carta Spes Aedificandi: “Reconociendo la santidad de Brígida – escribe mi amado Predecesor – la Iglesia, aún sin pronunciarse sobre cada una de las revelaciones, acogió la autenticidad conjunta de su experiencia interior” (n. 5).
De hecho, leyendo estas Revelaciones, se nos interpela sobre muchos temas importantes. Por ejemplo, vuelve frecuentemente la descripción, con detalles muy realistas, de la Pasión de Cristo, hacia la cual Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada, contemplando en ella el amor infinito de Dios por los hombres. En la boca del Señor que le habla, ella pone con audacia estas conmovedoras palabras: “Oh, amigos míos, yo amo tan tiernamente a mis ovejas que, si fuese posible, quisiera morir muchas otras veces, por cada una de ellas, de la misma muerte que sufrí por la redención de todas” (Revelationes, Libro I, c. 59). También la dolorosa maternidad de María, que la hizo Mediadora y Madre de misericordia, es un argumento que se repite a menudo en las Revelaciones.
Recibiendo estos carismas, Brígida era consciente de ser destinataria de un don de gran predilección por parte del Señor: “Hija mía – leemos en el primer libro de las Revelaciones – Yo te he elegido para mí, ámame con todo tu corazón... más que todo lo que existe en el mundo” (c. 1). Por lo demás, Brígida sabía bien, y estaba firmemente convencida de ello, que todo carisma está destinado a edificar la Iglesia. Precisamente por ese motivo, no pocas de sus revelaciones estaban dirigidas, en forma de advertencias incluso severas, a los creyentes de su tiempo, incluyendo las Autoridades religiosas y políticas, para que viviesen coherentemente su vida cristiana; pero hacía esto con una actitud de respeto y de fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del Apóstol Pedro.
En 1349 Brígida dejó para siempre Suecia y se dirigió en peregrinación a Roma. No sólo quería tomar parte en el Jubileo de 1350, sino que deseaba también obtener del Papa la aprobación de la Regla de una orden religiosa que quería fundar, dedicada al Santo Salvador, y compuesta por monjes y monjas bajo la autoridad de la abadesa. Este es un elemento que no debe sorprendernos: en la Edad Media existían fundaciones monásticas con na rama masculina y una rama femenina, pero con la práctica de la misma regla monástica, que preveía la dirección de la Abadesa. De hecho, en la gran tradición cristiana, a la mujer se le reconoce una dignidad propia y – a ejemplo de María, Reina de los Apóstoles – un lugar propio en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es también importante para el crecimiento espiritual de la Comunidad. Además, la colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su vocación específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.
En Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida de intenso apostolado y de oración. Y desde Roma se fue en peregrinación a varios santuarios italianos, en particular a Asís, patria de san Francisco, hacia el cual Brígida sintió siempre gran devoción. Finalmente, en 1371, coronó su más grande deseo: el viaje a Tierra Santa, a donde se dirigió en compañía de sus hijos espirituales, un grupo al que Brígida llamaba “los amigos de Dios”.
Durante esos años, los pontífices se encontraban en Aviñón, lejos de Roma: Brígida se dirigió encarecidamente a ellos, para que volviesen a la sede de Pedro, en la Ciudad Eterna.
Murió en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI volviese definitivamente a Roma. Fue sepultada provisionalmente en la iglesia romana de San Lorenzo en Panisperna, pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la volvieron a llevar a su patria, al monasterio de Vadstena, sede de la Orden religiosa fundada por santa Brígida, que conoció en seguida una notable expansión. En 1391 el Papa Bonifacio IX la canonizó solemnemente.
La santidad de Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los dones y de las experiencias que he querido recordar en este breve perfil biográfico-espiritual, la hace una figura eminente en la historia de Europa. Procedente de Escandinavia, santa Brígida atestigua cómo el cristianismo había permeado profundamente la vida de todos los pueblos de este Continente. Declarándola copatrona de Europa, el Papa Juan Pablo II auguró que santa Brígida – vivida en el siglo XIV, cuando la cristiandad occidental aún no había sido herida por la división – pueda interceder eficazmente ante Dios, para obtener la gracia tan esperada de la plena unidad de todos los cristianos. Por esta misma intención, que consideramos tan importante, y para que Europa sepa siempre alimentarse de sus propias raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y hermanas, invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia, fiel discípula de Dios, copatrona de Europa.

Isaac Vasquez


16 comentarios:

  1. Abajo las chismosas y brutas que no tienen dimensión mística. Arriba Angela de Foligno, por los clavos de Cristo, por las plumas del Espíritu Santo, y por los dardos de los querubines.
    Los místicos son el dolor de cabeza de los teólogos, así como escribir es lo contrario de trabajar.

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  2. ojo con el misticismo a gogo, suicidio sin culo a la vista, cagaíto media lengua, no puedes ser como tu mama que no era mamadora.

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    1. eleuterio demetrio caro8 de febrero de 2015, 15:36

      ojo, marrana, que el neomarranismo es cosa de bobos y ciegos tan bajaitos como tu

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  3. Cuando la brújula esdrújula se vuelve seudo mística senil.(alka seltzer plus de los desesperados)
    Tantas lágrimas de santo inútil para parodiar de Juana a su hermana y terminar
    en los sótanos del vaticano con un catecismo de chochera poética.
    Cuidado con Dianus y sus perretas falangistas de arribas y abajos entre los tachuelas de
    Cristo y los bigotes del Espíritu Santo; no vaya a terminar el demacrado blog con un
    enlace en las beatas páginas de L'Osservatore Romano.

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  4. jajjJJJAJAjjjjjaajjjjjjjjaaaaaaaa. y yo en catalán en esta zona de enanitos del diablo para su mercecita.

    La cosa fue que me encontré con Eduardo Pelaez, y Franco le tiro el trago por estar en contra de los 102 poemas de Carlos Obregón, como el mejor poeta colombiano después de Alvaro Mutis, lo dijimos Eduardo y yo, y este los negó por De Greiff y Silva. Hay que dolor en la ingle.
    Me fui con Eduardo y Margarita a leer el capitulo Vi de el libro de la vida, con Club Colombia negra.
    "Así", que talvez la canción de Sandro en Colombia.

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    1. Gajaka no tienes que justificar esta entrada del blog. Me alegra mucho tu libertad de expresión. No es ningún extremo al fin y al cabo.

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    2. Mi querido Lucrecio Caro; una cosa es el trivio estético de escorar la barca poética hacia los naufragios místicos y otra es embarrarse hasta la mollera
      con la palurda tinta digital de una catequesis de Benedicto XVI (el temido
      Ratzinger de los cancerbero de Dios)

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    3. Gajaka nos promete el cielo, confesarse con el exPapa Benedicto XVI, y comulgar todos los días en la catedral de san Patricio en Nueva York. Tomar mejor vino, y llenar su curul teológica con los enanitos verdes.

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    4. Coincido del todo, ahora si, es la senilidad tontal, confundir el misticismo con esas parrafadas santurronas, ya ganaste el cielo, que es la beatitud de la bobada. Tu tranqui San Hilario del Bronx.

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    5. Francamente con menos Sandro y mas Rolando (la Serie) le habrías cantado
      mejor las cuarenta al tal Franco de los palostre (sin duda tuerto del ojo izquierdo).
      Negar la singularidad, belleza y profundidad de la poesía de Carlos Obregón
      es premeditado y alevoso paludismo tropical de la siniestra zurda colombiana, que no logra hacer fuego con la paja húmeda de su propia materia.
      Pero de lo dicho el hecho quedó en triste opereta mística.

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  5. La trivia paradoja que no es hoja de parra entre poesía y mística;

    la una es un tajo que corta por lo sano los huevos hervidos de la metafísica,
    la otra es un atajo de quienes rehuyen el fuego eterno del ser y la nada.

    Todo esto es sin duda alguna letrilla satírica de un Heidegger para párvulos homeopáticos...(aplicaciones de tópicos divinos)
    pero los cachondeos católicos son cólicos avícolas para desesperados.

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  6. de Opina la espina y otros arañazos;

    la opinión es ladrillo de suaves argumentos,
    no tiene que leerse como picosa diatriba o pálida apología...
    mas paciencia y menos Aquiles en las respuestas.

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    1. A este blog se le instaló, instantaneamente un demonio feo y melancólico, He leído el Capitulo Vi, me adelanté, y en mi curso, la casa se iluminó, y y La piadosa era loca y medio muerta, una madre de entonces, Una rareza ante el cerebro esquizofrénico vivo y con brazos forrados de mezclas químicas, de dimensiones acuosas, lentes hacia adentro, corredores helados, mierda que cae del sarzo, y danzas cordobesas.
      Un mico me impidió ver los, a él y a la madre absurda y aburrida derretir palafitos, satanisando el cuarto de relojes baratos de suiza.
      No le creas, dice la ninfa, y que había subordenes, cantos palaciegos, tinieblas en la noche de flujos y fiebres llamadas la española, ansari puedes resucitar, y cort la dimensión del otro, ángeles varados y con las tabletas salvadoras.
      Pero el esquizo habló y el helado heló un sapo extranjero.
      Angela de Foligno podría haber asesinado a sus ocho hijos, su esposo y su madre.

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    2. He aquí un berracudo ejemplo de la anemia hecha golosina,
      triste alimento de los diabéticos poéticos.

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