jueves, 29 de enero de 2009

Cuento enviado por Alonso Mejía





Los gemelos
Llevaba más de tres horas de vuelo entre Rio de Janeiro y Miami y otra vez volvía a los recuerdos y se negaba a creer en lo ocurrido. Recordó cuando habían salido de Lamego, los dos días pasados en Coimbra, más grande que diez Lamegos juntos, el ligero accidente del bus poco antes de Lisboa, más grande que veinte Coimbras juntos, y el primer avión de sus vidas, hacia Nueva York, el anhelo de tantos años. Los recuerdos eran como fragmentos de sueños. Recordó la calcomanía del Benfica que compró en Lisboa y pegó en la maleta, y al negro maletero del terminal de buses, el tamaño de las avenidas, el estruendo de los motores, pero sobre todo a la azafata, esa sonrisa seductora y esas piernas, esas piernas, carajo, y esa pasadera cada dos minutos. Y Diego que le picaba el ojo al hermano y se reían. Todo era muy vívido, pero el atropello y el desorden de las imágenes le impedían entender. Decidió poner en orden los pájaros que revoloteaban en su cabeza.
Habían llegado a Nueva York a los veintidós años y lo habían compartido todo, hasta cuando Heleno se casó a los veintinueve. Pasaron por diversos empleos y terminaron siendo meseros. La ciudad no les gustaba, pero sus vidas se adaptaban poco a poco al ritmo integral de la metrópoli. Estaban bien, pero no satisfechos. Un día decidieron agregar aventura a la aventura, pues la aventura mayor sobre la tierra es la vida del inmigrante, y se fueron a explorar la vida en Miami.
Una noche, después del trabajo, desafiando el gélido invierno neoyorquino, corrieron hasta el acogedor bar irlandés que frecuentaban, el Callaghan, pero a la media hora decidieron irse a casa. Al pasar por el Hotel Grand Hyatt se miraron, y sin cruzarse una palabra entraron al bar, pero había una multitud y debieron sentarse separados. Cuando bebía el segundo trago, Heleno vio a Diego, el más audaz de los dos, conversando con una mujer. Se desentendió del asunto hasta cuando Diego se le acercó, aprovechando que la mujer había ido al baño, y le dijo:
—Está hospedada aquí en el hotel. Me voy con ella.
—¿Y yo qué?
—No te preocupes. Pero no te quedes aquí, pues ha de volver pronto; te puede ver. Vete al bar irlandés. Yo te caigo allá.
Hora y media después, Diego se levantó agotado y le dijo a Eileen que iría a echarle unas monedas al parquímetro y volvería en unos minutos. Encontró a Heleno viendo televisión y devorando un sándwich de pastrami con mucha mostaza y pepinillo en vinagre acompañado de una cerveza. Cambiaron camisas en el baño. Los dos llevaban bluejeans.
—Es el 822. Vete rápido.
—¿Y si se da cuenta? ¿No debo tomar ninguna precaución?
—No, ninguna. Recuerda que te llamas Diego y no te gusta la ginebra.
—Ciao. Nos vemos en el apartamento.
Horas después Eileen le decía con una sonrisa pícara: —Dios mío, eres inagotable. —Y Heleno sonreía mientras acariciaba embelesado el cuerpo de Eileen, un desnudo en la alborada del mundo; así debía de haber sido el tiempo antes del tiempo, o mejor, así debería de ser la vida, sin tiempo. Otra caricia, otro beso, el cuerpo excitado retorciéndose, el placer que lo devoraba y le mostraba la vida en todo su esplendor. Después, los besos de ternura y satisfacción. Y jugando con la cabellera de Eileen fue entrando en un abismo de silencio, de un silencio perturbador y provocativo.
Llegó al aeropuerto de Miami a las nueve de la noche y tan pronto pasó por las oficinas de inmigración y aduana se metió en un bar a darle vueltas a la amargura. Pensó en Danilo Silva, el amigo de la infancia, a quien trató de echarle la culpa de todo. Por él habían ido a Brasil y por él habían conocido a don Roberto Almeida y le habían comprado la fábrica. Pero Danilo siempre había dado muestras de lealtad. Ya llevaba varios años en Brasil y trabajaba como consultor financiero de una empresa italiana. La fábrica tenía cuarenta y seis trabajadores y gozaba de la salud de que no gozaba don Roberto, motivo suficiente para que éste la vendiera. Salió del bar y se sentó en una de las tantas salas de espera. Pasó un largo rato arrugando y desarrugando la envoltura de una chocolatina.
Pensaban que si el sueño fue la palanca de Arquímedes, no había razón para que no fuera la llave de una pequeña fábrica, y ésta la llave de otros sueños. Heleno tenía dos niñas y era el menos propenso a la aventura, así que Diego sería el administrador de la fábrica. Para Heleno, por sus obligaciones y su naturaleza precavida, todo esto no dejaba de ser como un gran riesgo en su vida, pero un riesgo luminoso y sereno.
No quiso irse a casa. Necesitaba estar solo. En estos momentos hasta sus hijas serían una presencia dolorosa. Quería como lanzar un grito que nadie escuchara. Entró al baño y al mirarse en el espejo se vio tan pálido como si fuera apenas un ente sugerido. Volvió a la sala de espera y se sentó. Evocó el viaje a Rio desde cuando pidió las vacaciones en el restaurante. En el empleo del taxi podía sacar tiempo cuando se le antojara. Era febrero y las niñas iban a la escuela, y Dulce debía cuidarlas y trabajar.
Recordó su llegada a Rio y el trayecto en el taxi a la fábrica entre las diez y once de la mañana, pensando cómo se pondría de contento Diego al verlo de un momento a otro. La sorpresa lo iba a matar. Hacía ya ocho años habían comprado la fábrica y desde entonces Heleno sólo había venido una vez, seis años atrás, pero Diego lo llamaba los lunes y lo informaba de todo: de la producción, de las obreras despedidas por robo o por negligencia, de los contratos que no cesaban de llegar. Salió del taxi y entró en la fábrica como si hubiera encontrado una cueva oscura en medio del calor y la luz enceguecedora del desierto. No se presentó a la encargada, o secretaria tal vez, a quien no conocía, porque sabía que no era necesario, y le preguntó por Diego, pero por toda respuesta sólo oyó que gritaba más que sorprendida asustada:
—Manoel, ¿dónde está el patrón?
—¿Qué? Ya voy —y con un trotecito corto se acercó un mulato alto y delgado, cuya piel hacía un hermoso contraste con el pelo y bigote blancos muy bien cuidados. Del bolsillo de la camisa salía la mitad de un peine largo de carey.
—Que adónde llevó al patrón.
—Ah, lo dejé en el restaurante donde almuerza casi todos los martes —dijo, y saludó con extrema cortesía a Heleno.
—¿Me puede llevar allá?
—Claro, don Heleno. Suba nada más.
Le pagó al taxista, pasó el equipaje a la camioneta y partieron.
—Dígame una cosa, Manoel, ¿cuántos trabajadores tiene la fábrica?
—Ahora somos diecinueve en total.
—Diecinueve —repitió meditativo Heleno, recordando que su hermano le había dicho solo dos días atrás que tenían 32. Y agregó—: Oiga, a mí me pareció ver la parte de atrás como vacía, sin máquinas.
—Así es, don Heleno. Esas máquinas se han ido vendiendo para pagar a los proveedores.
—¿Y Diego cuándo regresa?
—No sé, don Heleno. Eso depende.
—¿Depende de qué?
—Pues… de don Diego.
En algo menos de media hora llegaron al restaurante. Heleno entró y preguntó por Diego a un mesero que doblaba servilletas.
—No sé. Pregunte en el bar. Hace poco estaba ahí —contestó, y sin dejar de mirarlo, como asombrado, agregó:
—El habla mucho de usted.
—Debe estar ahí afuera, en la playa —contestó el del bar, y se quedó mirándolo, sorprendido de encontrarse cara a cara con el gemelo de Diego, de quien tanto había oído hablar. A solo dos pasos Heleno lo encontró tomando el sol en compañía de otros dos hombres y dos muchachas. Al verlo, Diego se levantó de un tranco y lo abrazó con fuerza, pero lo soltó al sentir la frialdad de Heleno.
—Nos vemos mañana a las nueve de la mañana en tu apartamento —le dijo Heleno, y se despidió con la misma frialdad del saludo. No sabía cómo hacerlo, pero de alguna manera tenía que decantar el desconsuelo. Había venido por tres semanas, y arregló el pasaje para volverse dos días después. Sabía que no era posible, pero quería volver a ese sueño que había traído hasta llegar a la fábrica. ¿Se había interrumpido la vida o solamente una ilusión? El recuerdo de todo le era muy arduo, tanto o más como el mismo olvido. Tomó una habitación en un pequeño hotel a unas quince cuadras del apartamento de Diego y salió a ventilar la rabia.
Dejó el aeropuerto a las ocho, cuando calculó que las niñas habían salido para el colegio y Dulce para el trabajo. En el camino recordó a Diego tratando en vano de darle explicaciones sobre el estado de la fábrica y sobre las remesas que le enviaba para alimentar y ampliar el negocio; solo atinó a mencionarle la quiebra en que se encontraban. Recordó con ira cómo al volver al bar dos hombres y uno de los meseros hablaban de la generosidad y de la forma de gastar dinero de don Diego el millonario, y se reían. Sintió deseos de tirar todas las ilusiones al vacío, si alguna le quedaba. Dejó abierta la jaula de los recuerdos, pero pronto se dio cuenta de que no había ardid humano capaz de espantarlos.

1 comentario:

  1. Me gusta el cuento, con estudio sobre los gemelos, que siempre son asi, digo, uno bueno y uno malo. Gracias por detectarlos en un ambiente que los desnuda como es Miami.

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