El Diario Irregular de Paul Léautaud*.
Por Christopher Domínguez Michael.
Exagerando, puede decirse que toda la vida y la obra de Paul Léautaud (1872-1956) proviene de unos párrafos de Stendhal, su escritor favorito, incluidos en el capítulo iii de su autobiografía simulada, la Vida de Henry Brulard, publicada póstumamente en 1890:
Deseaba cubrir de besos a mi madre y que no estuviera vestida. Ella me quería con pasión y me besaba a menudo; yo le devolvía sus besos con tal fuego que ella se veía obligada a marcharse. Yo aborrecía a mi padre cuando venía a interrumpir nuestros besos, que yo quería darle siempre en el cuello –dígnese el lector recordar que murió, de parto, cuando yo tenía siete años.
Era entrada en carnes, muy lozana, muy bonita, solo que no bastante alta, creo. Tenía una nobleza y una perfecta serenidad de rasgos; muy vivaz, y muchas veces prefería hacer ella misma las cosas antes de mandar a sus tres sirvientes, y leía con frecuencia en el original La divina comedia de Dante, de la cual encontré yo más tarde cinco o seis volúmenes de ediciones diferentes en sus habitaciones, cerradas después de su muerte.
Murió en la flor de la juventud y de la belleza en 1790, a los veintiocho o treinta años.
Aquí empieza mi vida moral.1
Esta confesión stendhaliana, por cierto, uno de los pocos documentos occidentales que avalan la extraña teoría del doctor Freud sobre el complejo de Edipo, logró que Léautaud hiciese de su madre ausente –con la que solo convivió una semana en Calais en 1901 pero con la cual mantuvo una apasionada correspondencia– el personaje central de sus sorprendentes evocaciones autobiográficas (Petit ami, In memoriam y Amores), publicadas las tres al amanecer del siglo pasado. Pero también esa ausencia presente determinó su relación con sus dos principales amantes: Anne Cayssac, una morena, a quien el escritor llamaba “La Plaga” y la blanquecina Marie Dormoy (fallecida en 1974), la dactilógrafa de su Journal littéraire (1893-1956) de siete mil páginas y su ejecutora testamentaria.
Es difícil hablar de Léautaud sin recurrir a cierto freudismo. Roberto Calasso incurre en él y nos cuenta así la novela familiar del gran diarista:
Léautaud era hijo de padres diferentemente libertinos, que hicieron siempre lo posible, cada uno a su modo, por librarse del hijo. La madre, una fascinante actriz del teatro frívolo, y de vida frivolísima, lo abandonó, con gesto deportivo, tres días después de su nacimiento, y a partir de entonces se convirtió en la “eterna ausente”, que se aparecía al niño en escasísimas y fugaces visiones de corsés desabrochados, pasillos del Folies Bergère, perfumes envolventes, como una amante apresurada, siempre de viaje. El padre, actor de teatro y después apuntador en la Comédie-Française, era un macho maupassantiano y sanguíneo, de mirada cargada de sensualidad, que dirigió sus atenciones a la futura madre de Léautaud mientras se acostaba con la hermana de ella, y que solía salir a la calle con una fusta que enroscaba delicada pero imperiosamente alrededor del cuello de cada mujer que le atraía. Y, según parece, estas lo seguían sin dificultad. Para Léautaud padre, el hijo fue sobre todo un estorbo al que urgía alejar lo más posible de la casa para no estorbar las idas y venidas alrededor de su cama.2
No es extraño así, concluye Calasso, que habiéndose sentido excluido tanto por la Ausencia como por la Presencia, Léautaud se caracterice por “su perpetuo cinismo, su ironía punzante, su antipatía por los sentimientos”.3 Pasó, días y días de su infancia, debajo de la mesa del comedor de su padre, arrimado junto al perro de la familia, observándolo todo, desde entonces y para siempre. Cuando este pobretón secretario de redacción del Mercure de France alcanzó la celebridad en la Francia de la posguerra gracias a las entrevistas radiofónicas que le hizo Robert Mallet en 1951, suena lógico que el escritor dijese que de hecho “nunca abandonó esa vida oculta debajo de la mesa”, como nos recuerda Calasso.4
Yo agregaría que, desde ese escondrijo, Léautaud logró ser un “marginal en el centro” (Monsiváis dixit). Lo supo todo sobre las letras francesas y sobre todos sus personeros y personajes (nunca viajó ni le interesó ninguna otra literatura aunque soñó con instalarse en Londres, ignorante del inglés, por encontrar a ese reino como el último baluarte del individualismo), pues al carecer él mismo de verdadera importancia literaria, a la vez indispensable e invisible, se metía en todas partes. Consciente además de que su única actividad literaria de importancia era escribir ese diario, pese a haber sido, bajo el seudónimo de Maurice Boissard,5 un temido crítico de teatro, Léautaud hizo aparentemente de su diario un híbrido ni privado ni público. No se pretende patológico a la romántica (ya veremos cuán natural es su patología) como Amiel; podría escribirse un paralelo del campo contra la ciudad al anteponer los diarios de Renard (a quien detestaba) y Léautaud; nada tiene su diario de místico o de edificante como los de Paul Claudel o Julien Green, pues Léautaud fue un escritor decididamente ateo, muy en la escuela librepensadora de Anatole France.
Hasta que no se pesó su Journal littéraire, acaso, en su género, la memoria más vasta, junto con las memorias del duque de Saint-Simon, Léautaud fue una figura de tercer orden (tal cual era su propósito). El Diario del peripatético Gide es obra de un escritor famoso y de una conciencia moral, diario que se escribía para publicarse, mientras que el de Léautaud, del cual se publicaron solo algunos fragmentos escogidos a partir de 1940, era una ventana al mundo construida desde la inmovilidad de un memorialista sentimental que se reconocía en los caracteres fuertes e independientes del siglo XVIII y no en las obras de su época (si algún reproche puede hacérsele a Léautaud es que a veces le interesó más la vida literaria que la literatura), una coquetería que fascinó a quienes lo munieron de dinero, afecto y admiración antes de su muerte.
A la distancia, me resultan evidentes las causas políticas del culto tardío a Léautaud. Era uno de esos anarquistas de derechas tan del gusto de la Tercera República, pero no un colaboracionista (fue, dice Alan Pauls, “una suerte de réplica zumbona, indolente e inofensiva”6 de Céline), el antídoto precisado por un público conservador, más literario que filosofante, harto de las querellas existencialistas y de su desenlace fatalmente político. Murió representando a la literatura pura, la cual se remitía a los nombres de Alfred Vallette (director de la casa y protector de Léautaud) y su esposa la novelista Rachilde, Remy de Gourmont, Apollinaire, el primer Valéry... el Mercure de France, la revista más vieja de Francia, cuya importancia fue cediendo a la Nouvelle Revue Française, que tendría, empero, a Léautaud entre sus más ariscos colaboradores. Uno de los episodios más peligrosos en la breve vida de Jacques Rivière, director de la nrf, fue cuando osó sugerirle a Léautaud que morigerase sus ataques contra Jules Romains, uno de los autores de la casa.7
Ardua es la tarea de reseñar el Journal littéraire y no faltó quien desistió teniéndolo todo preparado, como el poeta chileno Armando Uribe.8 Yo me contentaré con reseñar una fascinante rama menor y subsidiaria del diario léautaudiano, el Journal particulier, páginas desprendidas del “diario general”, apartadas del conjunto como homenaje a sus dos amantes, libros dispuestos voluntariamente para su publicación póstuma. Y como no tengo Le Fléau. Journal particulier 1917-1930 (1989), el dedicado a la Cayssac, me dedicaré a la reseña de los consagrados a la Dormoy, escritora con carrera propia y una orgullosa conductora de su propio vehículo, en años en que ese gesto de pericia e independencia era infrecuente en París. Se conservan dos Journals particuliers, los dedicados a 1933 y a 1935, perdido como está el de 1934.9
En el origen de todo está el diario. Dormoy entra en contacto con Léautaud como empleada de la recién fundada biblioteca literaria del coleccionista y modisto Jacques Doucet (1853-1929), la cual, asociada a la Universidad de París, deseaba comprar los originales del Journal littéraire. No pasa demasiado tiempo antes de que Dormoy, antigua amante del crítico André Suarès y de otras notabilidades parisinas, se convierta en el gran amor de Léautaud y en la publicista leal de su obra. Según las memorias inéditas de Dormoy, que supongo está preparando madame Silve, la editora de Journals particuliers, para su publicación, fue Léautaud quien virtualmente la atacó y Marie se sacrificó ante el asco que le producía un hombre desdentado y sucio, que lavaba él mismo (y muy mal) su ropa interior y que había llegado a ser propietario y protector de trescientos gatos y decenas de perros. Sus bestias predilectas dormían en su cama y Marie no compartió el lecho del diarista en Fontenay-aux-Roses, a las afueras de París, hasta que ella no se compró una suerte de sleeping bag que la protegía de la inmundicia.
El de 1933, al menos, no es un diario amoroso ni erótico. Es obsceno sin ser pornográfico. Léautaud no se permite ninguna expresión que lo emparente con Sade. Su francés vernáculo, en cuanto a la descripción genital, es muy pobre. Se conforma con los puntos suspensivos y las abreviaturas. Al principio y durante un buen lapso de la relación, Léautaud compara negativamente a Dormoy con la Cayssac, con la que seguía en relación aunque de manera decreciente. El gusto actual encontrará intolerable la misoginia con la que se refiere a su amante. Le asquea el desinfectante anticonceptivo que ella usa (inútilmente pues más tarde se sabrá imposibilitada para engendrar), la considera peligrosamente enfermiza para un hombre débil de sesenta años como él aunque aprecia sus besos y caricias, su conversación encantadora, su lealtad a toda prueba como dactilógrafa y luego editora (ella misma pasó en limpio no solo el diario general sino el particular y es probable que ciertas lagunas, como sospecha Silve, se deban a la censura de Marie). A sus cuarenta y seis años, Dormoy no renuncia a su mundo ni al resto de sus amantes, educando a Léautaud, quien, amante de Molière más que del remoto Shakespeare, no en pocas ocasiones actúa de Otelo. Para un hombre del siglo XIX como Léautaud, la aparente docilidad de Dormoy acaba siendo civilizatoria y en 1935 tendremos a dos amantes en plenitud, enamorados, taller de penetración anal incluido, orgasmos compartidos ruidosamente festejados. Léautaud dramatiza si ella lo ama o no lo ama, pero, como Stendhal, le da escasa importancia a sus fiascos, a la inevitable y progresiva pérdida de vigor sexual.
Pasado ese año perdido, el Journal particulier de 1935 es más feliz. Es decir, monótono. Ya conocemos a los personajes, sus gustos y sus cochinadas, su creciente afición a la posición 69 (que al principio Léautaud rehusaba por razones morales) pero, sobre todo, porque es la crónica, minuciosa hasta desquiciar por aburrimiento al lector, de una relación de pareja como cualquier otra. Amenazados por la reaparición frecuente de Cayssac, ello le permite a Léautaud exponer teorías inaceptables de por qué los hombres pueden padecer celos retrospectivos y las mujeres no, angustiarse mucho cuando ella llora (y lo hace con frecuencia), burlarse de Willy, el marido de Colette, por requerir de alguna obra libertina bajo la almohada para excitarse o pasearse en automóvil hablando de Chamfort (quien busque literatura debe ir al Journal littéraire, porque aquí la hallará en dosis muy escasas).
Enamorarse era la consecuencia previsible de una vida donde la escritura tenía como centro el amor perdido de una madre. Léautaud sexualiza en ese sentido su relación con la Dormoy y en ello es más atrevido, por cierta inconsciencia, que Georges Bataille, celebrado inmoralista y teólogo pornográfico. El juego, común en la pareja, de orinarse el uno en el otro, más que sexual parece remitir a fantasías no realizadas con Jeanne Forestier, madre del escritor, o a la repetición de juegos inocentes tenidos por Paul con sus nodrizas.
Que Léautaud ame, al fin, tiene algo de teatral. Señala también Pauls que, creado en el melodrama barato del fin de siglo, el diarista llegó a la literatura porque sus padres lo echaron del escenario. Su ganapán fue ser crítico de teatro y siempre parece estar gritando desde una butaca o dando instrucciones tras bambalinas. Lo suyo es la mueca y la voz, concluye el prologuista argentino, y no es casualidad que la fama se la haya traído la radio. Y que Léautaud ame es también ridículo y problemático porque se trata de un misántropo y los misántropos no están hechos para el amor a riesgo de resultar patéticos. O, para decirlo con palabras de André Malraux, este misántropo fue un “idiota moral”. Defensor de los animales que habría firmado la declaración de sus derechos universales en 1978 y hoy sería vegano o al menos afecto a las teorías de Peter Singer sobre la urgencia ética de borrar la frontera entre la humanidad y la animalidad, Léautaud detestaba ortodoxamente a su prójimo semejante.
Quien hizo de su jardín en Fontenay-aux-Roses una necrópolis donde enterró con sus propias manos a sus amadas mascotas y murió privado de casi todas ellas para no condenarlas a la orfandad, quien le dedicó a su gato Milton una de sus obras, fue el típico antisemita francés en cuyo Journal littéraire, en 1947, se dijo “completamente indiferente a esas historias de deportados, de campos alemanes, de vagones de gas, de judíos en sus barcos-jaulas”,10 todo lo cual le parecía una nueva versión del éxodo veterotestamentario. Como Voltaire, Léautaud detestaba a los judíos por haber procreado a los cristianos.
Pero Paul y Marie se amaron y el escabroso Journal particulier termina con una estampa delicada que yo, sin cansarme nunca de leer a Léautaud, me creo obligado a traducir:
Martes 31 de diciembre. Regresando a las siete de la noche, la reja apenas se encuentra cerrada y el barrote exterior no está puesto. Adivino que ella ha venido durante el día. En efecto, en mi despacho, un recado: “Feliz año, feliz año, feliz año. Adoro venir cuando no hay nadie.” Y a un lado, algunas cositas para mi cena.11 ~
Alfred Kubin, The pond.
Bibliografía del texto:
1 Stendhal, Vida de Henry Brulard. Recuerdos de egotismo, prólogo y traducción de Consuelo Berges, Madrid, Alianza Editorial, 1975, p. 43.
2 Roberto Calasso, Los cuarenta y nueve escalones, traducción de Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 1994, p. 253.
3 Ibídem.
4 Ibídem.
5 Paul Léautaud, Le théâtre de Maurice Boissard (1907-1923), París, Gallimard, 1926.
6 Alan Pauls, prólogo a Léautaud, In memoriam y Amores, traducción de Esteban Riambau Saurí, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2012, p. 15.
7 Martine Sagaert, Paul Léautaud. Biographie, prólogo de Philippe Delerm, París, Le Castor Astral, 2006, p. 78.
8 Armando Uribe, Pound y Léautaud. Ensayos y versiones, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2009. Yo mismo reseñé ese libro en Letras Libres de abril de 2014: http://letraslib.re/1Jgc9El
9 Léautaud, Journal particulier 1933, edición de Édith Silve, París, Mercure de France, 1986; Journal particulier 1935, edición de É. Silve, París, Mercure de France, 2012. [Existe una versión en español del primero: Diario personal, Barcelona, Seix Barral, 2000.]
10 Léautaud, Journal littéraire, selección de Pascal Pia y Maurice Guyot con prefacio de Pierre Perret, París, Mercure de France, 1998, p. v.
11 Léautaud, Journal particulier 1935, op. cit., p. 289.
*Tomado del blog de LETRAS LIBRES.
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Christhopher Domínguez Michael, es un escritor y crítico de origen mexicano.
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por Ana Esteban
Paul Léautaud.
“Solo me interesa una cosa: yo, y lo que me pasa, lo que he sido, en lo que
me he convertido, mis ideas, mis recuerdos, mis proyectos, mis temores, toda mi
vida. Tras esto, pierdo fuelle. Lo demás solo me interesa si tiene relación
conmigo”. Es una de las confesiones incluidas en el ‘Diario literario’ de Paul
Léautaud (Fuentetaja), una magnífica obra en la que el cáustico y estrambótico
escritor y crítico teatral francés se desnuda y muestra su convencimiento de
que la verdadera literatura es el lento proceso de buscar las palabras precisas
para poder expresar la vida.
Escribir un diario no es solo llevar un registro de tiempo, es una forma
atenta de mirar cómo pasa la vida, lo que ocurre dentro y fuera de nosotros a
cada momento, para ponerlo en palabras: es una representación de lo inmediato.
En una de las fotografías que contiene el grueso volumen del Diario literario de Paul Léautaudque ha publicado Fuentetaja con traducción de Cecilia Yepes se
ve al autor, con sus características gafitas y esas guedejas de pelo que brotan
del gorro alborotadas, sosteniendo una palmatoria con la vela encendida y una
mano en alto como si nos advirtiese de algo, con la misma actitud dramática de
esas fotos que sacan a los actores en el momento culminante de su representación
para promocionar la obra. No parece un escritor, parece un actor a punto de
interpretar uno de esos arquetipos de Molière, por ejemplo. Y tras leer las
páginas del diario, la imagen que va quedando de él es precisamente esa: la de
un actor que representaba su propia vida desde el minucioso registro de sus
días, escribiéndolos cuaderno a cuaderno, año tras año, hasta llenar diecinueve
volúmenes.
Paul Léautaud nació en París en 1872 de la breve pasión entre un apuntador
de la Comédie Française y una actriz que se marchó dejándolo
al cuidado de su padre a los tres días de dar a luz. Gran parte de su infancia
transcurrió bajo la mesa del comedor acompañado por el perro, entre la ausencia
de su madre y la constante presencia de las amantes de su padre, cuya estrategia
para seducir a aquellas mujeres que le gustaban por la calle era atraerlas
enroscando la fusta en su cuello, según cuenta Roberto Calasso en Los cuarenta y nueve escalones. En 1901
coincidió apenas una semana con su madre en Calais, pero fue suficiente para
despertar en él un enamoramiento sensual expresado en muchas
páginas de sus diarios y también en la correspondencia que mantuvo con ella
durante años como único contacto desde entonces, lo que quizá marcó su tardío
despertar sexual y su obstinada misantropía. Aunque tuvo relaciones importantes
como Marie Dormoy, que fue quien pasó a limpio y editó gran parte de sus diarios, vivía solo
con sus perros y gatos —llegó a tener más de 50—, a los que amaba intensamente,
y a los que iba enterrando cuando morían en su pequeño jardín trasero. Desde
muy joven trabajó como secretario de redacción en la revista literaria Mercure de France, donde también escribió
implacables crónicas teatrales bajo el seudónimo de Maurice Boissard. Pero a Léautaud solo le interesaba
escribir acerca de todo lo que tuviera que ver con él mismo.
6 de mayo (1903).— No soy nada brillante, en literatura. Primero, no
consigo involucrarme del todo. Lo que se hace en torno a mí no me interesa lo
suficiente. Lo noto cada vez más: solo me interesa una cosa: yo, y lo que me
pasa, lo que he sido, en lo que me he convertido, mis ideas, mis recuerdos, mis
proyectos, mis temores, toda mi vida. Tras esto, pierdo fuelle. Lo demás solo
me interesa si tiene relación conmigo.
En sus tres primeras obras tratará de saldar las cuentas de su
memoria: Le petit ami (1903), que dedica a su madre y sus sentimientos hacia ella; Amours (1905), relato de una de sus más
complejas relaciones amorosas; y Memoriam (1906), donde repasa vivencias ante el cadáver de su padre. Y en sus
diarios se entrega de lleno a su tema favorito: la vida; no la del pasado sino
la del presente, la que transcurre cada día. En ellos su voz suena igual que si
lo hubieras encontrado por la calle y quisiera contarte algo; todo lo que
pensaba o sentía, todas sus experiencias, pasaban limpiamente al lenguaje. Y
sus páginas, con todas esas vacilaciones, resultan fascinantes.
Lunes, 20 de enero (1908).— A este respecto, yo me pregunto cuál es
exactamente mi tipo de espíritu. ¿El espíritu de las palabras?¿O un cierto don
para contar divirtiendo, con naturalidad y franqueza? Un poco, el primero. Más
bien, y sobre todo, el segundo. Gourmont, por citarlo solo a él de las gentes
con quienes charlo libremente, me muestra a menudo que se divierte cuando yo le
cuento alguna cosa.
La vida artística y literaria de París late en el diario como si todo
estuviera sucediendo hoy. Matisse le regala un retrato que no le gusta porque
no se reconoce en la rara efigie que ha pintado, es “un retrato que
puede ser también el de un personaje imaginario, surgido de las meditaciones de
Matisse”, comenta, y por eso valora la posibilidad de venderlo cuando
Matisse, que entonces ya es un cotizado pintor, desaparezca. Por
aquí pasan Anatole France, Emile Zola, André Gide, Apollinaire, Mallarmé, Paul
Verlaine, Marcel Schwob. Y también Paul Valéry:
29 de noviembre.— Valéry ha venido a buscarme esta tarde a mi casa, después
de cenar, para ir a dar un paseo. Mientras me preparaba, ha cogido una hoja de
papel y ha escrito:
Cuento
A Paul Léautaud
Había una vez un escritor (que escribía).
Valéry.
Pero Léautaud solo tuvo un ídolo a quien adorar: Stendhal, a quien vuelve
una y otra vez, y ante cuya prosa cualquier comparación con sus coetáneos, con
él mismo, le resulta inútil. Duda permanentemente acerca de sus aptitudes como
escritor, mientras reflexiona sobre sus asuntos domésticos, sobre la revista,
sobre París, sobre la guerra que comienza y arrasará Europa.
Viernes, 1 de septiembre (1939).— Hitler ha atacado Polonia, en plenas negociaciones,
puede decirse. Hoy, movilización general inglesa y francesa. Italia no se mueve
y los dos compadres lo tapan con una carta de Hitler a Mussolini informándole
de que no necesita su concurso.
A partir de 1940 aparecieron en revistas algunos fragmentos de sus diarios,
sin demasiada repercusión. Solo alcanzó una popularidad inaudita, años después,
como estrella radiofónica del programa de Robert Mallet. Entre 1950 y 1951, el periodista
le hizo cincuenta entrevistas donde el
autor confiesa que lo que más le gusta de la vida es escribir y sentarse en un
sillón a leer, y opina con su habitual desparpajo y cinismo acerca de cualquier
tema candente en la actualidad de entonces. El conjunto de estas charlas se
recogería después en un libro que agotó enseguida varias ediciones. En vista
del éxito, Mercure recuperó y empezó a publicar en tomos
su Journal Litteraire, y Léautaud, que había sido tachado en su día
de moralista por Malraux, fue considerado un inmoral por ciertas páginas donde
revela detalles de su vida sexual, lo que le impidió acceder al premio Goncourt
en un par de ocasiones. No le importó porque, como afirma en el diario,
consideraba una aberración el hecho de que se premiase a la literatura con
nada.
En casi todas las imágenes del volumen Léautaud aparece ya viejo, con sus
anteojos y su aire de loco en una casa desvencijada y sucia, absorto en sus
papeles o en sus libros amontonados de cualquier forma, o rodeado de gatos. Son
fotografías para un reportaje de Paris Match tomadas en 1954, dos años antes de su muerte, por el gran fotógrafo
lituano Izis, que
retrataba para la revista a personalidades y grandes artistas de la época. Es
probable que entonces algunos pensaran que un simple escritor de diarios no
debiera formar parte de tan selecto club. Léautaud nunca se interesó por esas
cuestiones de la fama o la gloria que tanto preocupaban a sus colegas, ni
persiguió consumar una obra novedosa o sublime. Solo estaba convencido de que
la literatura no se encuentra en el destello de las prosas bruñidas, ni en el
efectismo de historias sabiamente pergeñadas, sino en el lento proceso en el
que la escritura busca las palabras precisas para poder expresar la vida. Y por
eso dedicó la suya a observar el transcurrir de sus días, sin énfasis o
artificio, con tesón, como si nunca terminase de alcanzar aquello que se había
propuesto. Como si no hubiera otra forma posible de escribir.
Noche del 2 al 3 de enero (1952).— Habiéndome levantado esta noche, a las
cinco y media, para volver a encender el fuego, he aquí lo que he pensado: ¿qué
es un hombre que lleva un diario? Un charlatán, un coleccionista de palabras,
de anécdotas. No requiere ningún talento. Nada de un creador. Es como decir
cero. Prueba de la decadencia actual, que se extiende hasta la literatura, es
la cantidad de gente que escribe hoy su diario. Podría añadir esto a los
prejuicios literarios del viejo Edmond de Goncourt, con su Academia y su
Premio. En mi caso puedo considerarme al margen. El primer texto de mi Journal
es del año 1893. Tenía veinte años.
From: blas
Sent: Wednesday, February 21, 2018 4:09 PM
To: Gabriel Caro
Subject:
***
Paul Léautaud, la pasión por el detalle
·
Paul Léautaud (1872-1956) fue anotando
casi a diario el detalle cotidiano. Ahora Fuentetaja publica un extracto de
nueva traducción.
·
·
JUAN BONILLA
En 1950 Paul Léautaud ya era una reliquia de la literatura
francesa, una especie de memoria andante del que se sabía que guardaba en sus
cajones decenas de cuadernos con su diario, pero nadie parecía interesado en
que aquella prosa saliera a la intemperie. Había publicado algunos libros con
diversa suerte: ya no era literatura, era más bien meteorología, algo que
acontece y puede ser predicho sin entera seguridad. De sus libros, a veces
recopilaciones de los textos que escribía desde que era chaval en el Mercure de
France, a veces compilaciones de aforismos, destacaban las «memoirs» pero
tampoco nadie las citaba si había que confeccionar una lista de lo que Francia
le había dado al mundo en el sigo XX. Su nombre no aparecía en ninguna
alineación donde estuviera de portero Camus, de defensa Sartre,
de ariete Drieu La Rochelle, y armando jarana en el centro del
campo Breton, Eluard. (El capitán del equipo era siempre Proust, claro).
Las tres «memoirs» eran Le petit ami, su primer libro, de 1903,
o sea, el paleolítico, Amours e In Memoriam. En el último, a la
manera de un empleado de tanatorio, observaba fascinado el cadáver de su padre,
actor mujeriego, con una frialdad sólo comparable a la que le había dedicado su
padre durante su vida. En el primero, relataba su búsqueda de una madre que
se olvidó de él cinco minutos después de parirlo para seguir entregada
a la frivolidad de la vida teatral parisina del fin de siglo (lo que no pudo
amar como hijo tendría que aprenderlo a amar como amante). En Amours
cuenta encuentros y desencuentros con la única mujer con la que llegó a
convivir.
Pocos días después de haber publicado Le petit ami, siente el
relámpago de un remordimiento al releer su libro, que está obteniendo buenas
críticas y le depara palmaditas en la espalda: ese relámpago le hace saber que
se ha traicionado al incluir en su relato algunos elementos de ficción, ese
relámpago le exige que corrija su libro recién publicado y quite de una nueva
edición cualquier renglón que contenga el veneno de la ficción. No volverá a
rebajarse a la ficción.
Pero en 1950, cuando Léautaud no puede esperar más de la vida que seguir
con su dichosa rutina, caminando todo lo que puede, leyendo durante horas,
acudiendo a Stendhal cuando pierde la fe en las posibilidades de la literatura,
recogiendo gatos para amueblar su estudio, se le presenta Robert Mallet con una
propuesta. Quiere hacerle una serie de entrevistas en la radio, nueve o diez,
entrevistas en las que pueda opinar de lo que quiera y hacer memoria de
las
distintas épocas por las que ha sido un transeúnte que no llama la atención
pero que no pierde detalle: el París de los cabarets en los que se crió
dada la profesión de sus olvidadizos padres y en el que llegó a conocer, y
a enviarle un ramo de flores, a Verlaine, el París enloquecido por las vanguardias,
destino de artistas de todos los colores y procedencias, el París alegre de los
años 20, el París ocupado por los nazis que le hizo apuntar que Hitler estaba
en su papel, que la culpa de la invasión no era de los alemanes, sino de la
cobardía de los franceses.
Léautaud acepta: las nueve entrevistas pactadas se convirtieron en más de
50. El programa fue un éxito. Léautaud se convirtió en una estrella, el
viejito desdentado que no se callaba nada, el que estaba de regreso de
todas las batallas y todas las ilusiones y era capaz de poner en su sitio a
tanto gigante de pacotilla, el niño que se pasó la infancia escondido debajo de
una mesa mirándolo todo, apuntándolo todo, tapándose la risa ante todo, viendo
a su padre metiéndole mano a aspirantes a actriz y preguntándose dónde estaría
su madre. El libro que compilaba las entrevistas no tardó en aparecer como
aparecían los libros importantes de la época: una edición en tapa dura,
numerada, impresa sobre papel velin, y otra edición en rústica. Enseguida agotó
varias ediciones. Quizá fue ese éxito el que animó al Mercure de France
a dar comienzo a la publicación del Journal Litteraire de Paul Léautaud,
con un primer tomo que comprendía el periodo 1893 y 1906, y un segundo que se
ocupaba del periodo 1907-1909. Siguieron otros muchos, porque en cada tomo
nuevo, el periodo era cada vez menor, lo que demostraba cómo Léautaud había ido
cobrando conciencia conforme pasaba el tiempo de que su única tarea literaria,
aparte de las crónicas teatrales que firmaba con pseudónimo, debía ser la
composición de sus diarios -de los literarios daba frecuentes muestras en el
Mercure, por debajo de ellos también escribía un Journal particulier-.
En el Diario literario de Léautaud, de cuyos 19 volúmenes ha hecho
selección Fuentetaja en traducción de Cecilia Yepes, cabe de todo. Por
ejemplo su amor inquebrantable por Stendhal -en un momento dado comete la
locura, dice él, de gastarse 40 francos que no tiene en una primera edición del
Henry Brulard- le obliga a repudiar todo lo que no esté escrito con concisión
notarial, confianza en las palabras, repugnancia por cualquier tipo de
artificio que ablande el asfalto de la prosa: una prosa debe poder sostener el
paso de una multitud que pueda avanzar por ella sin que el piso se quiebre.
Siempre que Léautaud flaquea, vuelve a Stendhal, le basta abrir cualquier cosa
de Stendhal para recuperarse. Por ejemplo los chismes: Léautaud era gran
aficionado a ellos, le gustaba preguntarle al panadero y a la florista, a la
frutera y el sereno qué había de nuevo en el barrio o qué pensaban de lo del
asesinato del Archiduque o, más adelante, si les gustaban los uniformes nazis.
Utilizaba en su Diario, como trampolín, las observaciones de los otros para
ofrecer enseguida las suyas. Por ejemplo la crítica literaria: resulta
divertido ver cómo va variando su opinión sobre Apollinaire, que pasa de gran
poeta a versificador sin el menor interés. Es a menudo un fatalista irredento.
Cuando los nazis ocupan París, por ejemplo: no es que esté contento, pero cree
que es lo que Francia se merece por sus errores, por su cobardía, así que
asiste al momento como quien ve en una partida de ajedrez que, dados los
movimientos de los contrincantes, el desenlace no puede ser otro que el que es.
Cuando condenan a muerte a Brasillach, por colaboracionista, Léautaud defiende
que Brasillach ha sido al menos lo que tantos no han sabido ser en Francia:
coherente. Y admira su valor y apostura al recibir la sentencia.
Destacan los apuntes de Léautaud cuando se
dedican a hacer retratos de seres aparentemente anodinos pero extraordinarios en el fondo -o bajo la lupa de Léautaud-. Por
ejemplo el contable Pauppé, que lleva una vida rutinaria durante el día y por
las noches se convierte en el mayor coleccionista y admirador de Stendhal,
sobre quien escribe un libro lleno de cosas nuevas porque ha gastado su fortuna
en comprar sus cartas y sus objetos. La visita a su casa, en compañía de
Gormount, es impagable. Allí están la esposa y los hijos del coleccionistas
como radiantes representantes de la vida vulgar, pero se abre una puerta y,
voilá, la mesita de noche de Stendhal, un medallón de Stendhal, las paredes
forradas con los libros de Stendhal. Antes de partir a ver al coleccionista,
Léautaud y Gormount se habían dicho: estamos un par de horas viendo lo que
tenga que enseñarnos y nos volvemos. Se quedaron el día entero, y no querían
salir de allí.
Como este retrato hay otros muchos en las casi mil páginas del Diario
literario de Paul Léautaud, en el que, entre muchos apuntes de la vida literaria
y mucho galanteo con mujeres, hay espléndidas confesiones que, de
alguna manera, ya tasan el sentido de la propia obra en que se incrustan.
Por ejemplo este: «No soy nada brillante, en literatura. Primero, no consigo
involucrarme del todo. Lo que se hace en torno a mí no me interesa lo
suficiente. Lo noto cada vez más: sólo me interesa una cosa: yo, y lo que me
pasa, lo que he sido, en lo que me he convertido, mis ideas, mis recuerdos, mis
proyectos, mis temores, toda mi vida. Tras esto, pierdo fuelle.
Lo demás sólo
me interesa si tiene relación conmigo. Cuando no siento una cierta excitación,
alegría o pena, no tengo gusto por nada, no se me ocurre ni una idea. ¿Seré
pues un romántico? Cuando escribir se convierte en un trabajo lo mandaría todo al
diablo. Y sin embargo tengo una voluntad de hierro. Algunas veces he empezado
hasta 10 veces una misma página. Me sentía desdichado pero no importaba. Volvía
a empezar. Tendría que tener la fuerza de no leer nada, de creer en mí. Como si
fuese el único ser que escribiera.»
Colaborador de selección de textos acerca de Paul Léautaud, por Jesús Blas Comas.
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cojonudo...
ResponderEliminarya era hora de un duro hueso... de roer
Los ilustradores del siglo 19 son los cojonudos. Con el fundamentalismo desaparecerán, que el churrunguis se guarde en una capsula, jajajajajajaja.
ResponderEliminarilustradores del siglo 19 ?
ResponderEliminarun mínimo de estornudo y cojonudo contexto
te concederá la lumbre de una clara redacción...
te recomiendo la capsula anal de la gramática Neblija;
alivia y combate los tropos destrozos del catarro léxico.
En La Plata, leí parte de su Diario, y parte de sus colaboraciones en Mercurio de Francia. Estuve voz con Eduardo en La Boca de LLaneda.
ResponderEliminarHermosa la instalación: Joyce viendo el siglo 16.
ResponderEliminarGracias.
ResponderEliminarGajakaquitica, cuÁndo vas por lo mejor de Arguedas, el serrano, que no aguantó. Poeta chingon.
ResponderEliminarNa.
EliminarEstoy en esas.
Eliminarel tenebrous patético del kitsch
ResponderEliminarsombras nada mas…
cantaba el macho mariachi de Javier Solis
Sancho zafarrancho sin Ulises alguno…