lunes, 10 de octubre de 2016

Noel Jardines, el poeta cubano publica su nuevo libro Intervalos, H poesía 01, Montevideo, 2016.





Joaquín Soroya (me escribieron que corrija) Sorolla.


Lanzamiento del libro de poesía Intervalos, con un  selecto grupo de personas: Miguel Falquez Certain (poeta colombiano), Jesús Blas Comas (poeta cubano), Loli Cienfuegos, Gabriel Jaime Caro Gajaka (poeta colombiano), Noel Jardines, el autor de Intervalos (poeta cubano), Rosadela Jardines, y J.C, Foto de Ramón Caraballo, director del Centro Cultural Barco de Papel. New York, 2016.
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Sábado 29 de octubre, 2016, en Librería Barco de Papel, Queens, 7 P.M. Lectura de Noel Jardines, de su último libro Intervalos.


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Noel Jardines, entre espadas y paredes de Buffalo Bill en Slovenia, Intervalos en entre, las rubias lolitas carmesí; otro más de Realidad Aparte, New York, rinocerontes inocentados, barrocos aun viejos.

Gabriel Jaime Caro (Gajaka extramitico)

La poesía de Noel, Intervalos, embutido o tobegan o tobogán, bullirse hacia las profundidades del buen gourmet, ante la risa de la salsa rosada. Tu puedes saltar de para atrás, a contra luz, en luz mortecina. Si quieres, o si lo desea fervientemente, ahí está la metáfora que se escucha.

Para mi Noelillo es un actor, que ha ganado entre nosotros el Oscar de cada año, desde su Pan Caníbal, que sorprendió al mismo Octavio Paz, no hay pero que valga, no venga usted en agosto. Y conoció dos lezamas, la punta del iceberg. Hasta el lezama de los neobarrosos en el sur del río de la Plata.

Lo que no sabía Noel, que había venido en una carabela, por allá por los mil 600 a Nibujon, Santiago, oriente Cuba. Y se nos fue, en busca de Isabel, con ella y con la siguiente. Yo lo he remedado en sus caminos durmiendo como El Quijote en esos veranos de oídos sybterraneos, subterráneos. La envidia de la comarca. Ahí sentado, el chapetón.

Con Intervalos, uno va y viene, que tal que no, y te rebuscas las cartas para regresar. Lecturas muy comprometidas, las tres o más salas, para evitar la sorpresa, de no saber nada del ganador del Premio Nobel de literatura, de Vidiadhar Naipaul, Joseph Brodsky, en fin encabrito y cabrito, Coello y empoyuello, puro dos lezamas.


   
Noel Jardines, foto de Loli Cienfuegos.


Poemas de Intervalos


Evacuaciones alvinas

Comiscar. Agarres y tensiones. La mandíbula, atada a una
gran tripa, se empeña en desenrollar el fraseo. Una estrategia
de dientimellado desacierto serrucha en los aires la materia.
Aquello de un principio rastreador, gris y pesado, agazapado
en el sueño. Y. O. El queso que nunca cuaja en el suero. La
aguja que no pincha el folículo. La carne indigerible como un
pródromo en la lengua. Algo ahí. De rufián que se engolfa en el
paladar y no logra responder en su atoro. Toda una meta un
reto que empuja. O. Puja en la tolvanera del bolo y la saliva. Una
serpiente de piel de organdí que baja y baja para sepultarse en
la voz. Y en las envolturas, el paquete del ser, los pastiches, la
gramática burbujeante de los interiores, delatan al Lazarillo del
cuerpo, los tropiezos, compuertas y opilaciones, y el puyazo
vertical. Al otro lado, como de aquí a China, la ingravidez de
lo que adentro viaja, vuelve, con suerte y después de un café,
hecha lémures de muy mal aliento.



 Plenilunio sobre Nueva York

La coraza se arma con un azul agonizante sobre la línea
forzada de la ciudad. Es una costa de dientes de perro que
ha logrado trasplantarse el brillo, las diamantinas, el exceso
que deja el día. Por debajo el río, El Hudson, se pone la
mansa piscina del espejo. La gravedad con sus sustancias
pasajeras. El trazo de las corrientes como si, sobre él,
hubiese un pájaro prehistórico agitando las aguas. Y en
realidad, aquí lo que hay es una calma ante el bullicio. Una
cara preciosa con acné.

Con el arrastre de una cerveza perfecta se asoma. Es un
ruedo. A Borges, con traje de luces, se le puede ver los cojones
definidos. Una inflamación ciega y despaciosa. Borges gira
sobre su bastón y pasa el toro. Y cuando vuelve a embestir, un
capotazo. A ciegas. El toro ha dejado un vacío por el aire y se
han movido estos árboles eunucos.

O puede ser otro lado. Un telón. Una hilandera que consume
con su aguja el espacio. Y rota con los amarillos
cuidadosamente un huevo. Y así, lo empolla. Le da su
posibilidad como quien sueña suspender el vuelo. O. Y. Darle
un ligero golpe para que rote la hebra en su bobina.



 Vigía

De suavidades y opérculos. Dicho bulto —rubia o trigueña—
una sordera. Señalero, tres o cuatro sus diagramas, es flor la
piel. El despeño, [a, b[ intervalo semicerrado de los pies.
Imanes sus dientes por cepillar. El pelo revuelto. Por sus
axilas cruzo la mirada, la luz molesta, al traqueteo de estos
aires mientras la espuma se hace fruta en lo alto del moral.
Yo que sueño poco Sueño un pupitre, una tortura de nueve
horas conjugando el mismo verbo sobre el mismo cuerpo,
entre las mismas costillas, dentro de la misma tripa que
espita, rodea, elabora e infla la materia, y que, en primera
instancia, es su acción caricias por donde soplara en su
vidrio otro —un dios más torpe— para detonar el deseo que
tendrá el hombre por esta mujer que aquí dormita —ella—
 inconsciente que alguien la conserva desde muy cerca.


 Sopa de huesos

Si fuera esto amor oxidante, florete y estocada la entrada
fausta de una falda negligente y llena de tuétanos. Y sin
embargo, el orden. La pendiente y pendenciera exclusión de
tetas y caderas enceradas en lo suyo, claveteos, claustros y
poros, y sudores que huelo mastín sobre esta sopa de huesos
que me sirve la camarera. Así es. Fauces. En frente los ordenados
utensilios del sustento, contados currículos que disciplinarán las
tripas. Pero, qué habré de masticar con la hipocondría que me
rema. Para mi desconsuelo de nada sirve que ella, la camarera,
lleve bordado el nombre de Isabel donde debería estar una
aureola.


Al desnudo la fijeza

1
Anoche bicarbonato, salvo las hierbas, últimas, de la ginebra
helada. Soplaba el viento. Y desde la banqueta pronunciaba,
desierto, su peso, la entrega. Ah, qué descuelgue el trébol en
el trío, la mar en la langosta, los inciensos, el intestino bravo
en el metano, su testarudez, dicho empuje, empuje sobrado,
inminente peso, oro viejo en el momento de la entrega su
carpa, volumen, en el instante de un desnudo.

2
El yodo. El faro vetusto en blanco y pirulí, entabacada hoja,
sobre esa piel en desuso la brisa. La marisma zurcida de
turbas se agarra, puntada a puntada, de los espartanales. En
la distancia. Y la espuma, enana, hasta la butaquilla se
desmarca a la luz de los ruidos. Y la mano, también ella, su
estranguladora premura, cuenta la derruida quietud, en
aquellas volantes barajas.

3
Los parasoles de Long Beach Island. Los inclinados parchos
reemplazan las dunas. Por ejemplo. El amarillo contra el
rojo zahiere. El verde amortigua a alguien que desenvaina
por estribor los aromas de una croqueta. Olores añiles. Y
recortado dicho rencor, un maestro (Ming Lin), reclinado,
pasea las hojas de un libro (Frankenstein). Tal vez piense
Ahí ese asunto de las sierras, pues uno tras otro, los hijos de
la Parálisis, irían por la arena a buscar su origen. ¿Y si
alguien aprobara esta exquisita gelatina, la tarde, y el
estupor con una canción de Patsy Cline?

4
Grosso modo, mate a rosicler. En ello baja hacia Newark un
helicóptero seguido de algodones mordidos. Varias manchas
requieren partidas y regresos, y sin saberlo, una sospecha que
además de esconderse en los brazos de gres, menina de cintura,
vacilante, se acerca, campanea débil, y concede. Esta mujer de
exuberante tetas y encerado culo, los intervalos ya celulitis,
un viaje amable frente a todos, su cuerpo elíptico, en un deseo
(todavía) resbala en el quimbombó de aquellos partos.

5
Ruedan. Encallan. Detritos, vidrios, bufalinos esquemas para
hacerle el amor a una botella. Va y viene el agua. Todas las
aguas. Infantas, lamentables. Y cómo será que subían tales
guantes y repollos a la arena. Que allí cercanas a las enaguas,
vivitas, muengas, a lo absurdo enredarse, en el menú de esas
tenazas se sostienen, superiores, a un lado, pillando a la masa
bajo el sol.

6
Y de a poco la arteria de la playa, desinflada, urdimbre. Ese
suflé en la concha descompuesta. La aridez muestra que los
desamparos tienen una sobrepelliz nula. El rígido espectáculo
en el blanco reguarda el mismo recelo con que esa mujer gorda
mira a sus hijos frente a las olas hacer gestos dementes. ¿No es
el blanco el color de la humillación? Y sin plan —allá Sorolla—
al desnudo la fijeza, las cosas con sus arpegios se aferran, a lo
sumo, al canturreo de dos o tres líneas.



Aquí esperando a Noel en las playas, dunas, de Montauk.  Gajaka, Comas y Loli, tres amigos incondicionales, pero  ay hay, si no nos trae tres de vino, mejor que siga su camino por Virginia.


Santiago de Cuba (Revisited)

A medio tarso (mitad tirso) lo otro. Un morro. La espera
cuando la luz se estrella. Uno atiende a Esteban Salas tan
pronto las cosas se elevan en la crema clásica de esa fe.
Mansedumbre entre mosquitos. Recuerdo de domingos. El
camino por las aguileras, la cáliz, los flamboyanes y el cielo
torcido de mis padres enamorados cuando se llegaba
adonde todos se reunían mudos.

Y al evidenciar, al tajo de estiércol, recién afiladas tijeras, los
estribos, encaje mozárabe el pregonero, el relincho por lo
que habrá jalado el corcel hasta el puerto, cascos llenos de
ansias, una atmósfera, sin especificar el círculo luminoso de
un niño barroco en brazos de la virgen, juega al escondido a
estas alturas, la enramada oteo y melaza los corpiños sin sus
levaduras de niñas bien.

Cuando cae. Cuando pasa. Terral o alisios. El deterioro.
Grutas el perfume del pru, barrancas, donde acostarían
mancebas ardientes el lunar y el Tivolí. Será eco la corneta
china. Y sin embargo, La giña ha insistido, hombro girado,
en el polvo su bordado. En el portal de los verdes de larga
respiración. Jardines. Papayas y verdolagas, el sopor que
baja por el tránsito de Garzón entre las campánulas
así. Como en el cine. Un deseo cortar quisiera dos las
vesículas en esto de hombre desde el sabor de su materia, y
esculpir al aire —simple acto— de entrega. La fiereza, la
pugna en el carnaval, la cañandonga, su glosa.



 Antoni Tàpies (Cruces)

Una arenilla desciende. Se puede pensar hasta en un reloj. Y.
O. Un entierro. Una conexión de metilenos y anillos de madera,
zumos de una vuelta ágil en el color de las eles catalanas. La
pena y su estrategia de penitencia gradual. El ventrículo de una
derecha con sus naranjas perforadas por olas. Amagar y no dar.
Una renta que tiene el brochazo que se da como venda. Para que
por ahí se vayan los ciegos a coger por el culo. Algo de dulzura
en todo ello. Para qué. Para qué insistir dentro del cuadrilátero.
Tápies. Insiste. Antoni. Se amordazan algunas sedes de la
materia y él se deja caer. Padece vermicular, tenderse, poner en
orden el café la noche el abuso la histeria una caja de cerillas.
Sin irse se adhiere. Esa es la magia. Y no hay luego. Como rostro
trocado en un tren que cruza se vuelve a repetir. A repartir. El
Gólgota. La suma. La bronca. {a} intervalo degenerado. Una
deuda donde la playa se enrolla en el gusano blanco. Y se
desparrama.


Las mañanitas

Ya no. Ni tábano recogiendo miel del ojo en la última luz. Ni
furcias ni marucas. O. Un palabrón de tamaño tamañudo, de
extremaduros jamones en sal, y curtido de la mejor bacteria.
Tampoco. Se escapa la mañana. O. Y. La rumba del café en las
evacuaciones alvinas. Esta mañana en griego, en puterías, y
los pleitos a espaldas de la lectura de Mario Montalbetti. Un
rasguño en la verruga y este pus (morado) de pruritos e {a}
intervalos degenerados. La sumas tul en la garganta. Las
postrimerías que nunca salieron a desnudarse con el
desnudo. Una lista breve. Ya veré, en el color Luis XV de mi
tacita de Limoges, a sus degollados.


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Soledad por Chagall.